Julio Cortázar
Un taller que funciona en una Biblioteca Pública con gente sensible.
Julio Cortázar
EL PEREGRINO
Disfruto del paisaje mientras conduzco por la carretera hacia mis cortas pero merecidas vacaciones. Las copas de los árboles aún conservan la blancura de la nieve, pero a medida que avanzo hacia la costa los copos se disuelven con el viento dejando el pavimento mojado. Trato de sintonizar en la radio una melodía que me acompañe en el trayecto. La ruta desierta me anima a aumentar la velocidad, ansiosa por llegar a mi destino. Recuerdo que llevo algunos de mis CDs favoritos y me estiro para abrir la guantera del auto. Por unos segundos desvío la mirada hacia el interior del vehículo.
De pronto me encuentro de pie en un polvoriento camino de color amarillo. Los últimos rayos de sol inundan el ambiente de una luminosidad dorada. ¿O tal vez son los primeros? Todo parece fulgurar. Algo enrojece el horizonte, me convenzo, es el ocaso.
Hacía mucho tiempo que la nieve había quedado atrás.
No sé cuanto anduve persiguiendo la puesta del sol. Al traspasar una hermosa verja me detengo y respiro profundamente; las trivialidades que ocupaban mi mente desaparecieron dando lugar a una sensación de infinito, que nunca antes había experimentado.
El género humano, tal como lo conocía, parecía haber quedado muy lejos en el tiempo. No se cuanto tiempo. Pero las ruinas que advertí a ambos lados al comenzar a transitar el camino dan cuenta de que al menos pasaron varios siglos.
La memoria me transporta a todas las épocas, a todos los lugares.
Acaecieron muchas guerras a las cuales se unieron las propias fuerzas de la naturaleza, quizás por piedad, para que el sufrimiento por tanta sangre derramada sea lo más corto posible. La humanidad se autodestruía y volvía todo a renacer. Así siempre, siglo tras siglo…algo bueno siempre despierta y algo malo también.
Estoy de pie rodeada por un grupo de personas vestidas con ropas antiguas, parecen eruditos, sabios preocupados por el destino de la humanidad… ¿Cuál humanidad?
Inmediatamente después me encuentro inmersa en una batalla, estoy desconcertada; no sé en qué bando me encuentro. Si entre los invasores o entre quienes defienden sus posesiones porque ya las habían invadido antes.
Veo emerger ciudades y caer imperios. Veo ríos caudalosos y comunicantes. Siento pasar a través de mi cuerpo otoños, inviernos, primaveras, veranos. Todos los días y las noches.
Agobiada me recuesto en la hierba, sobre mi hay un cielo tachonado de estrellas que no conozco. Vuelvo mi rostro y una lágrima corre por una mejilla sin tiempo mientras una flor emerge tímidamente en la grieta de una roca.
Me invade el cansancio y por unos instantes cierro los ojos. Al abrirlos me encuentro nuevamente en el camino polvoriento.
Veo emerger de aquellas ruinas sombras que se van transformando en siluetas, como espectros, que lentamente ocupan el camino. Creo reconoce a algunos, pero no me ven. Pretenden alcanzar la verja.
Me siento serenamente a un costado de la senda. Los veo correr, errar el camino, despeñarse por barrancos empujándose unos a otros. Me incorporo suavemente, me elevo con pasos casi imperceptibles, como levitando, y retomo el sendero.
Cuando se apagan las luces, los fantasmas de la biblioteca, ya libres de presencias importunas, se sientan a la mesa.
Hartos de haber escuchado el relato de sus propias historias, imposibilitados para hablar mientras eran nombrados y juzgados por sus acciones, necesitan ahora contar la verdad.
Sentados en silencio, con las sillas casi pegadas una a la otra, comenzarán la ceremonia:
El hombre que descubrió la traición en su propia cama.
El pintor que se refugió en las montañas y no permitió que lo compraran como una mercancía.
El pescador que naufragó buscando otras tierras.
El condenado a muerte y su última visión de una paloma en la ventana.
El abuelo que deseó volver a ser un niño.
La cuchara que hubiera querido saciar todo el hambre del mundo.
La niña-felino que salió a buscar a su mascota.
El joven que se preguntó por los orígenes de la vida.
La mujer que se aferró a los objetos del pasado y decidió cambiar el rumbo.
El adolescente que murió misteriosamente, víctima del amor.
El hombre revelador de los secretos de otros hombres.
Otros fantasmas los miran y esperan su turno.
Raquel
Se habían encontrado en la barra de un bar, cada uno frente a una jarra de cerveza, y habían empezado a conversar al principio, como es lo normal, sobre el tiempo y la crisis, luego, de temas varios, y no siempre racionalemente encadenados. Al parecer, el flaco era escritor, el otro, un señor cualquiera. No bien supo que el flaco era literato, el señor cualquiera, empezó a elogiar la condición de artista, eso que llamaba el sencillo privilegio de poder escribir.
- No crea que es algo tan estupendo -dijo el Flaco-, también hay momentos de profundo desamparo en los que se llaga a la conclusión de que todo lo que se ha escrito es una basura; probablemente no lo sea, pero uno así lo cree. Sin ir más lejos, no hace mucho, junté todos mis inéditos, o sea un trabajo de varios años, llamé a mi mejor amigo y le dije: Mira, esto no sirve, pero comprenderás que para mí es demasiado doloroso destruirlo, así que hazme un favor; quémalos; júrame que lo vas a quemar y me lo juró.
El señor cualquiera quedó muy impresionado ante aquel gesto autocrítico, pero no se atrevió a hacer ningún comentario. Tras un buen rato de silencio, se rascó la nuca y empinó la jarra de cerveza.
- Oiga, don -dijo sin pestañear-, hace rato que hemos hablado y ni siquiera nos hemos presentado, mi nombre es Ernesto Chavez, viajante de comercio- y le tendió la mano.
- Mucho gusto -dijo el otro, oprimiéndola con sus dedos huesudos-, Franz Kafka para servirle.
Tarde de domingo en la isla de La Grande Jatte
George Pierre Seurat, 1884
TARDE DE DOMINGO
George y Valery planearon celebrar su trigésimo cuarto aniversario de una forma muy peculiar.
Amantes de la pintura, los unía, además de la maravillosa familia que habían logrado formar, una profunda devoción por aquellos artistas que supieron plasmar en el lienzo la luminosidad, el color y los detalles de escenas de la vida real y cotidiana. En su living tenían una reproducción reducida de La Grande Jatte , que no dejaban de admirar.
Ese día, contemplando el cuadro mientras tomaban el té, decidieron viajar a Paris para visitar la popular isla del Sena que inspirara a Seurat en una de sus más cotizadas obras. Unos días después partieron en avión desde su brumosa Londres.
Les parecía un sueño estar caminado por la isla. Pisar ese suelo donde, quién sabe, cuantas tardes pasó el artista bocetando su obra. Imaginaban la preparación de los colores en la paleta, los primeros trazos en el lienzo. Todo esto comentaban mientras se detenían continuamente a deleitarse con el paisaje. Por suerte habían decidido vestirse con prendas livianas. Era una espléndida tarde primaveral, ideal para un paseo al aire libre.
La isla estaba tan concurrida como el día en que el pintor decidió eternizarla. Cuantas semejanzas, pensaron. A pesar de las ropas y algunos hábitos modernos, el disfrute parecía ser el mismo. Empezaron a observar con detenimiento el escenario.
Un enorme abedul proyectaba su sombra sobre el césped y se detuvieron al reparo del árbol. Frente a ellos un joven de gorra y lentes negros descansaba sobre una manta. A su lado una pareja mayor, probablemente sus padres, escuchando radio se entretenían con un labrador negro que husmeaba en la hierba.
A orillas del río una mujer de mediana edad estaba observando distraídamente las ondas del agua que golpeaban contra la protección de cemento mientras disfrutaba de una gaseosa y una joven con un capri blanco y remera roja tomaba sol escuchando música a través de sus auriculares .
Una mujer de jean y blusa clara se aproximaba hacia ellos junto a una niña que no tendría más de siete años y que llevaba en la mano una barbie. Dos señores, con sendas bicicletas se detuvieron a conversar debajo de un alerce. En un claro del parque un grupo de muchachos con coloridas camisetas se entretenían con una pelota de rugby. Y por doquier niños corriendo.
No faltaban las actividades náuticas. Un pequeño velero con tres personas a bordo completaban la escena.
Geroge y Valery paseaban sus miradas hacia uno y otro lado mientras el sol jugaba entre las copas de los árboles dibujando claro oscuros que matizaban el paisaje.
Lo que protagonizaron los sorprendió a ambos. Extasiados no podían creer lo que sucedió a continuación. De pronto todo se detuvo. Poco a poco todo fue adquiriendo tonalidades sepia. Mágicamente las imágenes se desdibujaron transformándose en un extraño puntillé. Las hojas de los árboles al igual que el césped dieron lugar a miles de puntitos en todas las tonalidades de verde que, sin embargo, lograron mantener las formas. Las mansas olas del rio se convirtieron en un estático espejo.
Se miraron: Ella lucía un faldón violeta largo hasta los tobillos , una chaqueta negra por la que asomaba la puntilla del blanco cuello de una blusa y un sombrero también negro adornado con una bellísima flor púrpura. El estaba de capa y galera y lucía una camelia en el ojal. Un pequeño mono se descolgó de una de las ramas del árbol colocándose dócilmente a sus pies.
También cambiaron las vestimentas y accesorios de todos los que se encontraban en el lugar. Los ciclistas se tornaron en dos soldados levemente visibles, con chaquetas ocres, pantalones rojos y birretes.
Poco a poco, todas las miradas se posaron dulcemente sobre ellos invitándolos con cómplices sonrisas. Por unos instantes el arcano los transportó a un paisaje bucólico del siglo XIX.
MARGARITA RODRÍGUEZ
El sentimiento de lo fantástico* | |
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Autor: Alejandro Dolina
Cuando un grupo de amigos no enrolados en ningún equipo, se reúnen para jugar, tiene lugar una emocionante ceremonia destinada a establecer quiénes integrarán los dos bandos.
Generalmente dos jugadores se enfrentan en un sorteo o pisada y luego cada uno de ellos elige alternadamente a cada uno de sus compañeros.
Se supone que los más diestros serán elegidos en los primeros turnos, quedando para el final los troncos.
Pocos han reparado en el contenido dramático de estos lances. El hombre que está esperando ser elegido vive una situación que rara vez se da en la vida: sabrá de un modo brutal y exacto en qué medida lo aceptan o lo rechazan. Sin eufemismos, conocerá su verdadera posición en el grupo. A lo largo de los años, muchos futbolistas advierten su decadencia, conforme su elección sea cada vez más demorada.
Manuel Mandeb, que casi siempre oficiaba de elector, observó que sus decisiones no siempre recaían sobre los más hábiles. En un principio se creyó poseedor de vaya a saber qué sutilezas de orden técnico, que le hacían preferir compañeros que reunían... ciertas cualidades.
Pero un día comprendió que lo que en verdad deseaba, era jugar con sus amigos más queridos. Por eso elegía siempre a los que estaban más cerca de su corazón, aunque no fueran los más capaces.
El criterio de Mandeb parece apenas sentimental, pero es también estratégico: uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo ayudarán, lo comprenderán, lo alentarán y lo perdonarán.
Un equipo de hombres que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los amigos, que la victoria con los extraños o los indeseables.