miércoles, 23 de mayo de 2012

Tiempo quieto


El tiempo no se mueve. Parece que las agujas del reloj se hubieran detenido. Quisiera levantarme para ver si dejaron de funcionar,  pero debo calmar esta ansiedad  y seguir esperando, con  tantos cables y tubos que  me recorren el cuerpo…

-¡Buendía mamá!
 ¡Buendía!
-¿Sabés quién soy? ¡Mirta, tu hija!, ¿me reconocés?
  Sí, si...No tenés que gritar tanto. Siempre la misma, ni acá se corrige.
  Me va a dejar sorda, lo único que falta para completar el cartón.

-Carlos, vas a pensar que estoy loca, ya sé, pero recién  le vi  una luz en el fondo de los ojos, como si comprendiera.
-Dejala tranquila, los médicos ya te dijeron…
-Ellos sabrán mucho, pero yo la conozco más, te juro que me retaba con la mirada. Esperame otro poco, necesito volver a entrar.
-¡Mirta!

Uf, ahí vuelve ¿Será posible?…Si ya intenté  todo, no sé para qué insiste.
Pero siempre fue tozuda, como el padre, que en paz descanse.
-Mamá, mirame, quiero contarte una cosa: ¿Te acordás de la vez que perdiste esa cadena de plata y moviste cielo y tierra para encontrarla? Bueno, te la robé yo y la escondí en el fondo de mi cajita de música, debajo de la tela. No querías prestármela por temor a que la perdiera, como pasó con el reloj, así que  la usaba a escondidas.
Perdoname, tenías razón.
Pobrecita, tan inocente. Vaya a saber dónde la metí para que no me la volviera a sacar. Pero seguro la va a encontrar cuando revuelva entre mis cosas. 

-¿Y, qué viste ahora? ¿Te volvió a retar?
- No, ahora sus ojos me sonrieron.

Raquel Mizrahi

viernes, 18 de mayo de 2012

Miedo

Miedo de ver una patrulla policial detenerse frente a la casa.
Miedo de quedarme dormido durante la noche.
Miedo de no poder dormir.
Miedo de que el pasado regrese.
Miedo de que el presente tome vuelo.
Miedo del teléfono que suena en el silencio de la noche muerta.
Miedo a las tormentas eléctricas.
Miedo de la mujer de servicio que tiene una cicatriz en la mejilla.
Miedo a los perros aunque me digan que no muerden.
¡Miedo a la ansiedad!
Miedo a tener que identificar el cuerpo de un amigo muerto.
Miedo de quedarme sin dinero.
Miedo de tener mucho, aunque sea difícil de creer.
Miedo a los perfiles psicológicos.
Miedo a llegar tarde y de llegar antes que cualquiera.
Miedo a ver la escritura de mis hijos en la cubierta de un sobre.
Miedo a verlos morir antes que yo, y me sienta culpable.
Miedo a tener que vivir con mi madre durante su vejez, y la mía.
Miedo a la confusión.
Miedo a que este día termine con una nota triste.
Miedo a despertarme y ver que te has ido.
Miedo a no amar y miedo a no amar demasiado.
Miedo a que lo que ame sea letal para aquellos que amo.
Miedo a la muerte.
Miedo a vivir demasiado tiempo.
Miedo a la muerte.
Ya dije eso.
Raymond Carver

lunes, 14 de mayo de 2012

Abelardo Castillo: Mis vecinos golpean

Mis vecinos golpean Abelardo Castillo Mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que acaso me aman, no saben por qué, a veces, me sobresalto sin motivo aparente e interrumpo de pronto una frase ingeniosa o la narración de una historia y giro los ojos hacia los rincones, como quien escu­cha. Ellos ignoran que se trata de los ruidos, ciertos ruidos (como de alguien que golpea, como de alguien que llama con golpes sor­dos), cuyo origen está al otro lado de las paredes de mi cuarto. A veces, el sonido cesa de inmediato, y entonces no es más que un alerta, o una súplica velada quizá, que puede confundirse con cualquiera de los sonidos que se oyen en las casas muy antiguas. Yo suspiro aliviado y, después de un momento, reanudo la conversa­ción, puedo bromear o hablar con inteligencia, hasta con calma, esa especie de calma que son capaces de aparentar las personas excesi­vamente nerviosas, aunque sepan que ahí, del otro lado, están los que en cualquier momento pueden volver a llamar. Pero otras veces los golpes se repiten con insistencia, y me veo obligado a levantar el tono de la voz, o a reír con fuerza, o a gritar como un loco. Mis amigos, que ignoran por completo lo que ocurre en la gran casa vecina, aseguran entonces que debo cuidar mis nervios y optan por no llevarme la contraria; lo hacen con buena intención, lo sé, pero esto da lugar a situaciones aún más terribles, pues, en mi afán de hacer que no oigan el tumulto, comienzo a vociferar por cualquier motivo, insensatamente, hasta que ellos menean la cabeza con un gesto que significa: ya es demasiado tarde. Y me dejan solo. No recuerdo con exactitud cuándo empecé a oír los golpes: sin embargo, tengo razones para creer que el llamado se repitió du­rante mucho tiempo antes de que yo llegara a advertirlo. Mi madre, estoy seguro, también los oía; más de una vez, siendo niño, la he visto mirar furtivamente a su alrededor, o con el oído atento, pe­gado a la pared. Por aquel entonces yo no podía relacionar sus actitudes con ellos, pero, de algún modo, siempre intuí que el mis­terioso edificio (el blanco y enorme edificio rodeado de jardines hondos y circundado por un alto paredón) contra cuya medianera está levantada nuestra propia casa ocultaba algún grave secreto. Recuerdo que una medianoche mi madre se despertó dando un gri­to. Tenía los ojos muy abiertos y se me antojaba imposible que nadie en el mundo pudiese abrir de tal manera los ojos. Torcía la boca con un gesto extraño, un gesto que, en cierto modo, se parecía a una sonrisa pero era mucho más amplio que una sonrisa vulgar: se extendía a ambos lados de la cara como las muecas de esas máscaras que yo había visto en carnaval. Sonriendo y mirándome así, me dijo, como quien cuenta un secreto: –¿Has oído? –No, madre –respondí, y la contemplaba extasiado, pues nunca había visto un gesto tan extraordinario y divertido como este que ahora tenía su cara. –Son ellos –murmuró, moviendo rápidamente los ojos hacia todas partes, como si temiera que alguien que no fuese yo pudiera escuchar nuestra conversación–. Ellos quieren que vaya. Nos reímos mucho aquella noche, y yo me dormí luego, apaciblemente entre sus brazos. A la mañana, mi madre no recor­daba nada o no quería hacer notar que recordaba, y a partir de en­tonces se volvió cada día más reconcentrada y empezó a adelgazar. Usaba, lo recuerdo, un largo camisón blanco que la hacía parecer mu­cho más alta de lo que en realidad era, y se deslizaba, lentamente, junto a las paredes. Estoy seguro, sí, de que ella sabía quiénes viven del otro lado, y hasta es probable que también lo supieran mis pa­rientes que –muy de tarde en tarde y, a medida que pasaba el tiempo, cada día con menos frecuencia– solían visitarnos; pues, en más de una ocasión, los he oído reconvenir a mi madre: –Pero, Catalina, mujer, no tenías otro sitio donde insta­larte que al lado de un... Y callaban o bajaban el tono. Aunque, alguna vez, yo creí entender la palabra que ellos no se atrevían a pronunciar en voz alta. Luego agregaban que aquel sitio no era el más indicado para ella, ni siquiera para el niño, para mí, tan delicados, e indudablemente se referían a nuestro temperamento y al de toda mi familia, excitable y tan extraño. Un día por fin se la llevaron. Ella no parecía del todo con­forme pues gesticulaba y, según me parece ahora, hasta gritó. Pero yo era muy pequeño entonces y evoco confusamente aquellos años, tanto, que no podría asegurar que fueran nuestros familiares quie­nes la arrastraban aquel día hacia la calle. De cualquier modo, mi primera comunicación directa con ellos, los que viven del otro lado, se remonta a una época muy posterior a mi infancia. Algo, alguna cosa triste u horrible, debió de haberme pasa­do aquella noche porque al llegar a mi casa y encerrarme en mi cuarto, apoyé la cabeza contra la pared. Al hacerlo, sentí un ruido atroz, un crujido, como si en realidad en vez de arrimarme a la pa­red me hubiera arrojado contra ella. Y, ahora que lo pienso, eso fue lo que ocurrió, porque un momento después yo estaba tendido en el piso y me dolía espantosamente el cráneo. Entonces, oí un sonido análogo –o mejor: idéntico– al que había hecho mi cabeza un segundo antes. No sé si debo contar lo que pasó de inmediato. Sin embar­go, no es demasiado increíble: a todo el mundo le ha sucedido que oyendo un golpe a través del tabique de su habitación sienta la incontrolable necesidad de responder; no debe asombrar entonces que del otro lado llegara una especie de respuesta, y que, acto segui­do, yo mismo repitiera el experimento. Aquella noche me divertí bastante. Creo que reía a carcajadas y daba toda clase de alaridos al imaginar, pared por medio, a un hombre acostado en el suelo dando topetazos contra el zócalo. Como digo, éste fue el origen de mi comunicación con los habitantes de la casa vecina (escribo "los habitantes" porque con el tiempo he advertido claramente que del otro lado hay, con toda seguridad, más de una persona, y hasta sospecho que se turnan para golpear), casa que mis parientes nunca mencionaron en voz alta, porque no se atrevían, pero que mi prima Laura nombró claramente una tarde, cuando, señalándome con su dedo malvado, dijo: –Este vive al lado de un matrimonio. Sólo que ella dijo otra cosa, una palabra que en mis oídos de niño sonaba como matrimonio y que alcanzó a pronunciar un segundo antes de que alguien le tapara la boca con la mano. Por eso mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que tal vez me aman realmente, ignoran el motivo de mis repenti­nos sobresaltos cuando ellos, los que viven pared por medio, me advierten que no se han olvidado de mí. A veces, como he dicho, es un llamado sordo, rápido –una especie de tanteo o de insinuación velada–, que cesa de inmediato y que puede no volver a repetirse en horas, o en días, o aun en se­manas. Pero en otras ocasiones, en los últimos tiempos sobre todo, se transforma en un tumulto imperioso, violento, que surge desde el zócalo a unos treinta centímetros del suelo –lo que no deja lugar a dudas acerca de la posición en que golpean, ya que no ignoro el instrumento que utilizan para tentarme– y siento que debo con­testar, que es inhumano no hacerlo pues entre los que llaman puede haber algún ser querido, pero no quiero oírlos y hablo en voz alta, y río a todo pulmón, y vocifero de tal modo que mis buenos ami­gos menean la cabeza con un gesto triste y acaban por dejarme solo, sin comprender que no debieran dejarme solo, aquí, en mi cuarto fronterizo al gran edificio blanco, la gran casona blanca de ellos, oculta entre jardines hondos y custodiada por una alta pare

viernes, 11 de mayo de 2012

El conflicto

- Llamó por teléfono tu mamá.
-…
-¿Escuchaste?
-Sí, escuchée.
-Pero no preguntás nada.
-Bueno… ¿qué dijo?
-Quiso saber qué vamos a hacer.
-Ahá…
-¿Eso es todo lo que tenés para decir?
-No empecemos…hoy es viernes…empieza un fin de semana largo…
-¿Y vos pensás que los problemas se toman vacaciones? Claro, los archivamos en un cajón cerraditos con llave hasta el martes.
- Siempre la misma, ¿acaso no escuchás por radio a ese Domínguez?, ¿dónde quedaron las buenas ondas de las que tanto habla?
-No mezclés los tantos, porque uno recibe la energía positiva de aquellos que la tienen, pero tu mamá...
- Bueno, dejá a la vieja en paz y cambiemos de tema
-¡No quiero! Si toda la vida fuiste un dominado allá vos, yo ya estoy grandecita para que otro decida por mí.
-Hagamos una cosa, ahora cenamos, nos olvidamos del asunto, y mañana volvemos a hablar del tema.
-¡No, no y no! Tenemos que decidirlo ahora.
-Negrita…dame un respiro… no puedo pensar con el estómago vacío…
- Lo posponés con cualquier excusa. Aunque te comieras una vaca sería lo mismo, después le echarías la culpa al sueño y así eternamente.
-Bueno, te prometo que lo consulto con la almohada y mañana te contesto.
-Tiene que ser ahora, sos un hombre ¡Tomá el toro por las astas!
-Ya está, dejemos que el azar, el destino, o como quieras llamarlo, tenga la última palabra y asunto terminado.
- A ver…
-Tiramos una moneda y listo: ¿cara o seca?
-¿Eh? No sé, bueno... ¡Cara!
- Seca, pasamos  Navidad con la vieja.

Raquel Mizrahi

                                                                         
 


miércoles, 9 de mayo de 2012

La reticencia de lady Anne. Saki

Egbert entró en la amplia sala oscura con el aire de quien no sabe si entra a un palomar o a un polvorín y viene preparado para ambas contingencias. No habían rematado la pequeña disputa doméstica sostenida durante el almuerzo, y ahora la cuestión era tantear hasta qué punto lady Anne estaba de humor para renovar o abandonar las hostilidades. Su postura en el sillón junto a la mesa de té era más bien elaborada y tiesa; y en la penumbra de la tarde decembrina los anteojos de Egbert no ayudaban gran cosa a discernir la expresión de su cara. Para romper el hielo superficial que pudiera existir, Egbert dijo algo sobre lo tenue y místico de la poca luz. Alguno de los dos solía hacer esta observación entre las 4:30 y las 6 en las tardes de invierno y finales de otoño; hacía parte de su vida conyugal. Carecía de respuesta fija, y lady Anne no adelantó ninguna. Don Tarquinio se encontraba tendido sobre la alfombra persa, calentándose a la lumbre del hogar con majestuosa indiferencia por el posible mal humor de lady Anne. Su pedigrí era tan intachablemente persa como la alfombra, y su pelaje entraba ya en el esplendor de un segundo invierno. El criado, que tenía inclinaciones renacentistas, lo había bautizado don Tarquinio. De ser por ellos, Egbert y lady Anne de seguro le habrían puesto Pelusa; pero no eran personas obstinadas. Egbert se sirvió el té. Como nada indicaba que el silencio fuera a ser roto por iniciativa de lady Anne, se dispuso a realizar otro esfuerzo heroico. -Lo que dije al almuerzo tenía intenciones puramente académicas -anunció-; pero parece que le das un sentido innecesariamente personal. Lady Anne continuó atrincherada en el silencio. El pinzón real llenó aquel vacío con una perezosa melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert la reconoció al punto, puesto que era la única tonada que el pinzón sabía silbar, y les había llegado con fama de silbarla. Tanto Egbert como lady Anne habrían preferido algo salido de Terrateniente de la Guardia, la ópera favorita de ambos. En cuestiones artísticas tenían gustos similares. Se inclinaban por lo honesto y explícito en el arte: una lámina, por ejemplo, que pusiera una historia delante de los ojos, con la ayuda generosa del título. Un corcel de guerra sin jinete y con los arreos en patente desorden, que entra trastabillando a un patio lleno de pálidas mujeres al borde del desmayo, y con la anotación marginal de "Malas Nuevas", les sugería la clara lectura de algún desastre militar. No les costaba ver lo que quería comunicar y podían explicarlo a otros amigos de inteligencias más obtusas. Persistía el silencio. Por regla general, los disgustos de lady Anne se volvían verbales y pronunciadamente desbocados tras cinco minutos de mutismo introductorio. Egbert tomó la jarra de leche y vertió parte de su contenido en el platillo de don Tarquinio. Como el platillo estaba lleno hasta el borde, el resultado fue un feo derrame. Don Tarquinio lo miró con sorprendido interés, que se desvaneció en una esmerada indiferencia cuando Egbert lo llamó a que lamiera algo del líquido rebosado. Don Tarquinio estaba dispuesto a desempeñar muchos papeles en la vida, pero el de aspiradora de alfombras no era uno de ellos. -¿No crees que nos estamos comportando como un par de tontos? -dijo él de buen humor. Si lady Anne pensaba igual, no lo expresó. -Supongo que yo en parte he tenido la culpa -prosiguió Egbert, mientras se le iba evaporando el buen humor-. Mira, después de todo soy humano. Pareces olvidar que soy un ser humano. Insistía en ello como si corrieran rumores infundados de que tuviese contextura de sátiro, con prolongaciones cabrunas donde la parte humana terminaba. El pinzón volvió a entonar la melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert se iba sintiendo deprimido. Lady Anne no bebía su té. Tal vez se sentía indispuesta. Pero cuando lady Anne se sentía indispuesta no solía ser reservada al respecto. "Nadie sabe lo que me hace sufrir la mala digestión" era una de sus afirmaciones favoritas. Ahora bien, esta ignorancia sólo podía deberse a oídos defectuosos: la información disponible sobre el tema habría suministrado material suficiente para una monografía. Era evidente que lady Anne no se sentía indispuesta. Egbert empezaba a creer que recibía un trato irracional; y, naturalmente, comenzó a hacer concesiones. -Tal vez -observó, centrándose en la alfombra hasta donde se dignó permitirle don Tarquinio- toda la culpa ha sido mía. Estoy dispuesto a emprender una vida mejor, si con eso las cosas recuperan las buenas perspectivas. Se preguntó vagamente cómo podría lograrlo. Ya entrado en años, las tentaciones le llegaban de modo vacilante y sin mucha insistencia, como un recadero de la carnicería que pide un aguinaldo en febrero con la débil excusa de que olvidaron dárselo en diciembre. No tenía más planes de sucumbir a ellas que de comprar las boas de piel y los cubiertos de pescado que algunas damas se ven forzadas a ofrecer con pérdida, mediante el expediente de las columnas de avisos, durante el año entero. Con todo, había algo impresionante en aquella espontánea renuncia a posibles monstruosidades soterradas. Lady Anne no dio señas de estar impresionada. Egbert la miró con inquietud a través de los espejuelos. Llevar la peor parte en una discusión con ella no era nada nuevo. Llevar la peor parte en un monólogo era una humillante novedad. -Voy a cambiarme para la cena -anunció, con voz a la que pretendió dar una sombra de dureza. En la puerta, un ataque postrero de debilidad lo impulsó a hacer un nuevo intento. -¿No estamos siendo muy absurdos? "¡Qué idiota!" fue el comentario mental de don Tarquinio cuando la puerta se cerró tras la retirada de Egbert; y luego alzó en el aire las aterciopeladas zarpas delanteras y saltó ágilmente a una estantería que estaba justo bajo la jaula del pinzón. Por vez primera parecía notar la existencia del pájaro, pero en realidad llevaba a efecto un viejo plan de ataque, madurado hasta la precisión. El ave, que se había creído una especie de déspota, se comprimió de súbito a un tercio de su porte normal, y echó a batir las alas desesperadamente y a emitir chirridos estridentes. Aunque había costado veintisiete chelines sin la jaula, lady Anne no dio señal de intervenir. Hacía dos horas que estaba muerta.

martes, 8 de mayo de 2012

Del cuento breve y sus alrededores

No sé de otros testimonios que puedan ayudar a comprender el proceso desencadenante y condicionante de un cuento breve digno de recuerdo; apelo entonces a mi propia situación de cuentista y veo a un hombre relativamente feliz y cotidiano, envuelto en las mismas pequeñeces y dentistas de todo habitante de una gran ciudad, que lee el periódico y se enamora y va al teatro y que de pronto, instantáneamente, en un viaje en el subte, en un café, en un sueño, en la oficina mientras revisa una traducción sospechosa acerca del analfabetismo en Tanzania, deja de ser él-y-su-circunstancia y sin razón alguna, sin preaviso, sin el aura de los epilépticos, sin la crispación que precede a las grandes jaquecas, sin nada que le dé tiempo a apretar los dientes y a respirar hondo, es un cuento, una masa informe sin palabras ni caras ni principio ni fin pero ya un cuento...

Julio Cortázar

lunes, 7 de mayo de 2012

En clase. Vamos a trabajar con un cuento de Abelardo Castillo, del libro Las otras puertas, "Mis vecinos golpean"; otro de Saki(a quien ya leimos) "La Reticencia de Lady Anne" y del libro de cuentos del genial R. Fontanarrosa Te digo más... el cuento Caminar sobre el agua.
En estas primeras clases hemos trabajado con El Placer del Texto y Lección Inaugural de Roland Barthes, El Quiebre y la Estructura de Rudolph Arheim . Leimos Vecinos de Raymond Carver y queda pendiente Final del Juego de Julio Cortázar

viernes, 4 de mayo de 2012


ELLA Y YO

Supongo que por ser hoy feriado, se quedó un rato más en la cama. Cuando por fin se despertó, dejé que cumpliera su rutina matinal sin chistar. Aunque hacía rato que yo estaba bien despierta y con ganas de ponerme en acción.  No me hizo caso, tenía otros planes, pero en ellos no me incluía a mí.
Para ella era menester poner al día el trabajo atrasado y adelantar las tareas de la semana.
Ella, la responsable. Yo, la vanidosa. Siempre pensando en sus responsabilidades, siempre atenta a otras necesidades. Me relega y se somete.
A los gritos logro llamar su atención ¿Qué estás esperando?_ Le digo ansiosa. Por fin la convenzo y nos sentamos con papel y lápiz en mano. Ella libera sus pensamientos en busca de algo interesante y yo, los sentimientos. Pensamientos y sentimientos se encuentran en el éter, pero no están convencidos, con un gesto se rechazan y siguen buscando. Por fin se ponen de acuerdo. Ellos la toman de la mano y yo me sumerjo en la tinta y, ante el papel en blanco, nos lanzamos en busca de una nueva aventura que justifique mi existencia.

Margarita Rodríguez
Abril, 2012.