Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar.
Al abrigo, Juan José Saer
Desde la puerta del ascensor se oía el ruido de la aspiradora. Cuando entró al departamento y vio las sillas del comedor sobre la mesa, volvió a poner la llave en la cerradura. Regresaría cuando las cosas estuvieran en su lugar.
Mientras bajaba por la escalera en puntas de pie, la voz de la esposa lo hizo dar un respingo.
-Raúl…- le habló asomada a la baranda y él se sentía como un chico haciendo una travesura-¿Qué pasa?, me asustaste.
-Iba a chequear las luces del auto, creo que las dejé encendidas.
-¿Y por qué no me avisaste?
-No quería interrumpirte.
-Bueno, andá que ya termino.
Todo en su sitio otra vez. Ya le llegaba desde la cocina el aroma a tuco, increíble la eficiencia de esa mujer.
Entró a la habitación para cambiarse y comprobó que la mano de Norma había pasado también por allí: los cajones de la cómoda se veían recién ordenados.
Cuando se agachó para sacarse los zapatos, vio un papel amarillento que sobresalía debajo de la cama. Nadie es perfecto, pensó con sorna y lo levantó, atribuyéndolo a alguna de esas cartas que sus hijos solían hacer de chicos y que la esposa guardaba como una reliquia. Buscó los anteojos llevado por la curiosidad, algo inusual en él, posponiendo la comida por insignificancias…
Tardó en responder a los llamados, había perdido el apetito.
Mientras Norma servía los ravioles, la observaba. Con sus manos diligentes ella misma se encargaba de agregarle al marido el queso en el plato, ya le conocía los gustos, después de tantos años…
Sin embargo él, allí sentado, tenía la impresión de que ignoraba muchas cosas.
Raquel Mizrahi