Un taller que funciona en una Biblioteca Pública con gente sensible.
viernes, 4 de mayo de 2012
sábado, 28 de abril de 2012
jueves, 26 de abril de 2012
Minerva
lunes, 16 de abril de 2012
Locos de ira
Sobre la gran mesa del comedor están dispuestas las tazas, a la espera del humeante café que iniciará la sesión.
Cuando los pacientes y el terapeuta se ubican en sus lugares, hace su ingreso la empleada para servirlo. Realiza el trabajo cuidando los mínimos detalles, pues desea evitar cualquier accidente inoportuno. Se llena de pavor con sólo recordar la última vez que derramó café sobre el mantel. Para colmo, el secreto profesional al que está obligada le impide contar las cosas que allí suceden.
Adela tiembla cuando al cerrar la puerta, oye desde la cocina los primeros golpes en la mesa. Sabe que no es más que el principio de una sucesión de gritos e injurias que ellos se intercambiarán buscando liberarse de la furia semanal contenida.
Porque como pudo escuchar en innumerables ocasiones, el licenciado Méndez les aconseja reprimir los impulsos negativos hacia las personas del “mundo exterior”, tratando de guardarlos en una “caja blindada”, para volcarlos luego durante sus encuentros, ya sin reservas ni necesidad de contención. De esta forma lograrían cada vez un mayor dominio ante los estímulos que generan sus ataques de ira.
Aprovechando los efectos excitantes de la cafeína, comienzan la ronda catártica: un gesto, una palabra, por insignificantes que parezcan, pueden desencadenar reacciones impensadas para el resto de los mortales. Ellos, en cambio, acostumbrados como están a esa atmósfera hostil, darán rienda suelta a insultos y puñetazos bajo la experta dirección del “loco Méndez”, apodo con el que lo señalan sus colegas.
Así es como cada viernes por la noche, al finalizar el encuentro, los vecinos ven salir de la casa a diez personas de rostro afable, que saludan y ceden el paso a quienes se cruzan en su camino.
Raquel Mizrahi
jueves, 12 de abril de 2012
COLOR CARBÓN
El carbón había impregnado su piel. Había penetrado por los poros y llegado hasta la sangre a través de los vasos capilares. Una vez en el torrente principal, cientos, miles, tal vez millones de partículas negras eran transportadas por ésta y depositadas en cada uno de los órganos que formaban su cuerpo. Así día tras día, año tras año a lo largo de toda una vida.
Poco a poco fueron invadiendo y reemplazando otras sustancias del cuerpo cómo células y fluidos. Cómo es propio a su naturaleza estas partículas se fueron fusionando, lo que terminó finalmente con su vida después de haber transformado todo el cuerpo.
Murió de pie, trabajando en la mina, medio inclinado hacia adelante. Lo sacaron entre cuatro pero no pudieron enderezarlo. El problema era que no podían ponerlo en ningún ataúd porque al estirarlo se quebraba. Notaron que en esa posición era muy resistente.
Finalmente lo llevaron a la plaza del pueblo y con él hicieron el monumento al minero. Todo el pueblo festejó.
Margarita Rodríguez
sábado, 3 de diciembre de 2011
Sin mañana
En esta última espera me acompañan jirones de recuerdos. Surgen como pantallazos en blanco y negro. Pues detrás del apretado velo y el duro cristal dejamos colores y sonidos. Ahora las imágenes son esencias y símbolos: no necesitan palabras. Podemos saltar con la velocidad de la luz y alcanzar cualquier imagen de las millones que dejamos como una estela en nuestro paso por la tierra. Muchos muertos vuelan y de pronto quedan inmovilizados, aferrados en el duro cristal que separa los dos mundos. Permanecen fascinados ante una imagen, hasta que se desvanecen en ese espacio sin tiempo. Son seres que no vivieron plenamente en la vida, y que tampoco se realizan como muertos. Mientras me conducían al cementerio los he visto debatiéndose como moscas contra el cristal que nos separa de los vivos. También alcancé a ver los barrios opacos de mi ciudad, el hormiguear de los hombres, el tedio de las calles iguales. Un recorrido parecido al que se cumple para llegar al aeropuerto de Ezeiza, un paseo aburrido que invita a viajar pronto y muy lejos.
A través del duro cristal me llegaba la confusa imagen de algún rostro familiar. En especial mi mujer y mi madre trataban de traspasarlo. Adiviné sus presencias, sin lograr verlas. Esto también me hizo recordar el aeropuerto, cuando el avión se dispone a partir, y los que quedaron se despiden agitando los pañuelos, pero ya sin saber quienes son y a quienes saludan. Entonces la corta espera se hace tan fastidiosa, hasta que el avión parte, o el ataúd es depositado en la fosa, y al fin comienza el viaje, y se tiene la suerte de hendir el mundo sobre el cielo y bajo la tierra.
Percibo una vibración intensa, como la de una turbina de avión. Yo y el otro, los dos dentro del ataúd, iniciamos el viaje con un arranque de inaudita velocidad. Ya estamos a muchos kilómetros del espeso velo y el duro cristal. Atravesamos océanos, continentes, mundos. No me separo de ese otro que llevo adentro. Imposible saber si viajamos por el centro de la tierra o por los espacios cósmicos. Hendimos las tinieblas en una línea recta, como un tren subterráneo que nos llevase a las antípodas. A veces el viaje se matiza con sorpresivas eclipses. Reconozco la curva ascendente del subte de Buenos Aires al pasar la estación Alberti en la línea A, y vuelvo a recorrer la línea D cuando se tuerce graciosamente entre Tribunales y Callao. De repente iniciamos un recorrido vertical, y caemos como plomo en un pozo que abarca el mundo entero.
No sé si el ataúd se deslizó un par de centímetros, o bien terminábamos de recorrer años luces en la galería. Lo cierto es que dominó la seguridad de haber llegado. Todo estaba absurdamente quieto, como cuando despertamos en un tren y lo encontramos detenido. Entonces me incorporé. Me resultó muy fácil subir a la superficie.
Salgo a la luz y me encuentro en el cementerio. Ya no veo el velo espeso. Comprendo que ese viaje cuya duración no puedo estimar me ha vuelto a situar al otro lado del cristal. Ahora no sólo reconozco los detalles de mi tumba, sino que a una distancia de cincuenta metros diviso el regreso del cortejo que me acompañó hasta mi última morada. Pero mi última morada es el universo que ahora crece y también se empequeñece en nuevas dimensiones. De un solo impulso estoy encima del cortejo. Los contemplo uno a uno: insignificantes y lamentables como todos los vivientes.
Vuelo hasta mi casa, y ahí los sorprendo en mi velorio. Me molesta el olor de las flores. Entro entonces en mi dormitorio y allí estoy agonizando. Salgo a la calle y me veo andando en mi último paseo. ¡Cómo estoy avejentado! Nunca me di cuenta de ello. Salto pues al parque de Palermo y me veo pedaleando en mi bicicleta de media-carrera. ¡Qué joven soy! Pero jamás tuve conciencia que era joven. Nunca pensé en mí, sino en el maldito mañana. ¿Por qué? Se lo pregunto a quien llevo conmigo, y ese otro me lo pregunta a mí. ¿Por qué? En la vida no hice otra cosa que esperar mañana, ese cáncer del mundo de los vivos. ¿Qué es el mañana? Se lo pregunto al otro, lo grito al viento, y el viento lo ulula al mundo. ¿Qué era ese mañana que devoró mi vida? Aquí nadie lo sabe. ¡No existe mañana en el mundo de los muertos! Solamente hay un presente tenso como un cable de acero que sujeta todo el universo.
Ahora me resulta fácil conocer el pasado, esa secreción de los hombres, una baba ligeramente fosforescente que dejan en su arrastrada y engañosa marcha. No necesito escuchar sus voces. Veo por transparencia como los muerde la angustia del tiempo. Realmente no deseo reencarnarme en ninguno de esos desdichados. Prefiero elegir a uno para liberarlo de ese maldito mañana, un guante vacío donde introducirme, y conmigo ese otro, que a su vez lleva otro y otro dentro de sí, seres que nunca nos conocimos en el Reino de la Dispersión y somos Uno en el negro diamante del presente infinito.