viernes, 4 de mayo de 2012


ELLA Y YO

Supongo que por ser hoy feriado, se quedó un rato más en la cama. Cuando por fin se despertó, dejé que cumpliera su rutina matinal sin chistar. Aunque hacía rato que yo estaba bien despierta y con ganas de ponerme en acción.  No me hizo caso, tenía otros planes, pero en ellos no me incluía a mí.
Para ella era menester poner al día el trabajo atrasado y adelantar las tareas de la semana.
Ella, la responsable. Yo, la vanidosa. Siempre pensando en sus responsabilidades, siempre atenta a otras necesidades. Me relega y se somete.
A los gritos logro llamar su atención ¿Qué estás esperando?_ Le digo ansiosa. Por fin la convenzo y nos sentamos con papel y lápiz en mano. Ella libera sus pensamientos en busca de algo interesante y yo, los sentimientos. Pensamientos y sentimientos se encuentran en el éter, pero no están convencidos, con un gesto se rechazan y siguen buscando. Por fin se ponen de acuerdo. Ellos la toman de la mano y yo me sumerjo en la tinta y, ante el papel en blanco, nos lanzamos en busca de una nueva aventura que justifique mi existencia.

Margarita Rodríguez
Abril, 2012.

sábado, 28 de abril de 2012


TRES CORAZONES

Gonzalo despertó temprano esa mañana, la noche anterior había dejado el bolso preparado en el living. Encendió el televisor, preparó el desayuno, puso en la mochila los lentes, la cámara de fotos y el celular. Mientras tomaba el café se enteró del estado del tiempo y del tránsito. Los días anteriores, la autopista estuvo congestionada a causa del recambio turístico, pero el domingo pintaba tranquilo, por lo menos para la ida. Cerró el departamento de Núñez con llave, se dirigió a la cochera, puso el Gol en marcha y partió hacia Gessell. Allá lo esperaban sus amigos.
Guadalupe ayudaba a sus padres a terminar de empacar, acomodó los alfajores en un bolso. Estaba bronceada y con el ánimo renovado después de unos días  espléndidos en Mar del Plata. Lamentó no poder disfrutar de unas horas más de la playa. Es que el lunes debía rendir un examen muy importante, por eso decidieron partir temprano. La ruta estaría congestionada por ser domingo y el trayecto a Resistencia era muy largo. Revisaron el departamento por si quedaba algo sin guardar, bajaron los bolsos y subieron a la Ford Ranger. Ella se acomodó atrás con su hermano.
Facundo dispuso las últimas cajas de huevos en el piso de la chata. También la máquina que le había encargado su padre para reparar, quien lo esperaba en el pueblo. Ya había hecho dos viajes y luego de este, pensaba dejarle la camioneta y quedarse en la casa de su novia. Esa noche de carnaval había baile en el pueblo. Apuró el último mate que le alcanzó su madre y se despidió. El sol brillaba bien alto en el cielo. Al acercarse a la ruta un monte de álamos le daba la bienvenida con su sombra bienhechora,  y apretó el acelerador para ganar tiempo.
El encuentro fue terrible. El micro que precedía a la Ranger pasó a escasos  segundos por la intersección. Otro auto que iba a la par de ésta, del lado de la banquina, salió de la ruta con una brusca maniobra, pero la Ford no pudo evitar la colisión y ambos vehículos, en un abrazo infernal fueron arrastrados hasta la mano contraria en el momento exacto en el que el Gol aparece, incrustándose de lleno contra la puerta lateral de la chata.
La madre de Matías rezaba arrodillada en la capilla de una clínica de Mendoza. Las horas de su hijo estaban contadas. Dado los últimos desenlaces, los médicos pidieron al INCUCAI que lo colocaran primero en las listas de emergencia. Ella no sabía si al día siguiente vería a su hijo con vida. En la semipenumbra del recinto, una voz en su interior le decía que para todo siempre hay una víspera. El sonido del celular la abstrajo de sus oraciones. En la tenue luz de la pantalla leyó: “Un corazón para Matías ya está en vuelo hacia Mendoza”.

Margarita Rodríguez

jueves, 26 de abril de 2012

Minerva

Le puse Minerva, como la diosa. No puedo llevarla a la escuela y me entristece dejarla sola en el fondo del baúl. Pero ella comprende.

- ¿Venís al campito?
- …
- Dejalo, ¿para que le insistís?, le gusta hacerse rogar.
-No le hagas caso, y si te decidís, ya sabés.

Juan es el más bueno. Hoy quería que fuera con ellos a jugar a la pelota, pero yo no veía la hora de venir a sacarte. Además, eso me aburre.
El otro día les faltaba uno y no tuve más remedio, pero no sé para que insisten si después se quejan: “¡movete!”, “¡dejá de correr como una nena!”, “¿estás en la luna vos?

-¡Jorgito, abrime!
-Dejame.
-¡Ya está la comida, sabés que no me gusta que te encierres!

- Ese chico no está bien.
-¿Otra vez con lo mismo?, vos sos la culpable.
-No me vuelvas a decir así, tenés que hablar con él, de hombre a hombre.
-Bueno, eso está por verse…
-¡Qué crueldad!, pensar que cuando te conocí eras tan distinto…

Hoy pasé por la mercería, pero no me animé a comprarte las hebillas ¡Qué tonto, les digo que son para una prima! Mañana voy. Nos vemos en un rato, oigo pasos…

- ¿Qué buscabas?
- Esas hebillas verdes que tenían ayer en la vidriera…
-¿Las flores o las mariposas?
- Las mariposas con rayitas amarillas.
-¡Ay, qué hombre más detallista, tiene suerte tu novia!
- No tengo novia.
-¡Bueno, no te enojes, era una broma!

-Qué chico más raro ¿escuchaste?
-Una ya no se asombra de nada.

Mirate en el espejo ¿Te gustan? Apenas las ví pensé que te iban a hacer juego con el vestido. Lástima que nadie más te pueda ver. Algún día me voy a animar y todo va a ser distinto. Oigo pasos…

                                                                                                     Raquel Mizrahi



lunes, 16 de abril de 2012

Locos de ira

Como todos los viernes, el licenciado Ramiro Méndez, especialista en terapias grupales, los recibe en su casa.
Sobre la gran mesa del comedor están dispuestas las tazas, a la espera del humeante café que iniciará la sesión.
Cuando los pacientes y el terapeuta se ubican en sus lugares, hace su ingreso la empleada para servirlo. Realiza el trabajo cuidando los mínimos detalles, pues desea evitar cualquier accidente inoportuno. Se llena de pavor con sólo recordar la última vez que derramó café sobre el mantel. Para colmo, el secreto profesional al que está obligada le impide contar las cosas que allí suceden.
Adela tiembla cuando al cerrar la puerta, oye desde la cocina los primeros golpes en la mesa. Sabe que no es más que el principio de una sucesión de gritos e injurias que ellos se intercambiarán buscando liberarse de la furia semanal contenida.
Porque como pudo escuchar en innumerables ocasiones, el licenciado Méndez les aconseja reprimir los impulsos negativos hacia las personas del “mundo exterior”, tratando de guardarlos en una “caja blindada”, para volcarlos luego durante sus encuentros, ya sin reservas ni necesidad de contención. De esta forma lograrían cada vez un mayor dominio ante los estímulos que generan sus ataques de ira.
Aprovechando los efectos excitantes de la cafeína, comienzan la ronda catártica: un gesto, una palabra, por insignificantes que parezcan, pueden desencadenar reacciones impensadas para el resto de los mortales. Ellos, en cambio, acostumbrados como están a esa atmósfera hostil, darán rienda suelta a insultos y puñetazos bajo la experta dirección del “loco Méndez”, apodo con el que lo señalan sus colegas.
Así es como cada viernes por la noche, al finalizar el encuentro, los vecinos ven salir de la casa a diez personas de rostro afable, que saludan y ceden el paso a quienes se cruzan en su camino.

Raquel Mizrahi

jueves, 12 de abril de 2012

COLOR CARBÓN

El carbón había impregnado su piel. Había penetrado por los poros y llegado hasta la sangre a través de los vasos capilares. Una vez en el torrente principal, cientos, miles, tal vez millones de partículas negras eran transportadas por ésta y depositadas en cada uno de los órganos que formaban su cuerpo. Así día tras día, año tras año a lo largo de toda una vida.

Poco a poco fueron invadiendo y reemplazando otras sustancias del cuerpo cómo células y fluidos. Cómo es propio a su naturaleza estas partículas se fueron fusionando, lo que terminó finalmente con su vida después de haber transformado todo el cuerpo.

Murió de pie, trabajando en la mina, medio inclinado hacia adelante. Lo sacaron entre cuatro pero no pudieron enderezarlo. El problema era que no podían ponerlo en ningún ataúd porque al estirarlo se quebraba. Notaron que en esa posición era muy resistente.

Finalmente lo llevaron a la plaza del pueblo y con él hicieron el monumento al minero. Todo el pueblo festejó.

Margarita Rodríguez

Hoy comenzamos un nuevo ciclo del Taller Literario. Quiero expresar mi alegría por el reencuentro (aunque algunos integrantes seguimos viéndonos y produciendo durante el receso), darle la bienvenida a los nuevos compañeros y agradecer a Julio, el profe, por la buena onda. Espero que sea un año muy provechoso para todos y que este blog se colme de textos nuevos para que podamos disfrutar de la lectura. Ahora ¡A trabajar!

sábado, 3 de diciembre de 2011

Sin mañana

Lo molesto ocurre al comienzo. Los familiares alborotan todo en el preciso momento que uno ansía y alcanza la tranquilidad. Felizmente en ese mismo instante nos separa de la vida un velo de apretada trama y un cristal más duro que el acero. Desde el otro lado contemplamos las últimas imágenes de, la vida, que se desvanecen como sombras y humo. Un fogonazo gris se traga a los que lloran y rezan. Ya estoy muerto y mi última imagen del mundo de los vivos es la de ese joven desconocido que vi asomado en la puerta de mi dormitorio. Simplemente un intruso que miró con ansiedad y conmiseración al moribundo. Ese gesto se instala en mí, se identifica conmigo. Comprendo que ese desconocido que me observa detrás de toda mi familia soy yo mismo. Es él quien siempre me siguió paso a paso, y me espió día y noche. Ahora se instala en mí. En el momento de morir soy como un guante vacío, que se inmoviliza y enfría. Entonces una mano se introduce para darle nueva vida. Ya no somos dos, sino uno solo. Ahora soy ese otro que nunca conocí. Y ya es tarde para encontrarle cualquier semejanza. Lo tengo dentro de mí. No tiene rostro. Yo tampoco lo tengo. Estamos uno dentro del otro. Tensos y reposados, esperamos la partida. Igual que en un avión. A través del duro cristal y del tupido velo observamos las sombras del mundo de los vivos. Siguen acumulando flores, llantos, palabras y más palabra. Yo veo a través de los ojos del otro, y el otro mira a través de mis ojos. A ambos nos sorprende esa desesperada e inútil dispersión de gestos y más gestos. Me domina el orgullo de estar muerto y creo que la expresión de mi máscara no lo disimula.
En esta última espera me acompañan jirones de recuerdos. Surgen como pantallazos en blanco y negro. Pues detrás del apretado velo y el duro cristal dejamos colores y sonidos. Ahora las imágenes son esencias y símbolos: no necesitan palabras. Podemos saltar con la velocidad de la luz y alcanzar cualquier imagen de las millones que dejamos como una estela en nuestro paso por la tierra. Muchos muertos vuelan y de pronto quedan inmovilizados, aferrados en el duro cristal que separa los dos mundos. Permanecen fascinados ante una imagen, hasta que se desvanecen en ese espacio sin tiempo. Son seres que no vivieron plenamente en la vida, y que tampoco se realizan como muertos. Mientras me conducían al cementerio los he visto debatiéndose como moscas contra el cristal que nos separa de los vivos. También alcancé a ver los barrios opacos de mi ciudad, el hormiguear de los hombres, el tedio de las calles iguales. Un recorrido parecido al que se cumple para llegar al aeropuerto de Ezeiza, un paseo aburrido que invita a viajar pronto y muy lejos.
A través del duro cristal me llegaba la confusa imagen de algún rostro familiar. En especial mi mujer y mi madre trataban de traspasarlo. Adiviné sus presencias, sin lograr verlas. Esto también me hizo recordar el aeropuerto, cuando el avión se dispone a partir, y los que quedaron se despiden agitando los pañuelos, pero ya sin saber quienes son y a quienes saludan. Entonces la corta espera se hace tan fastidiosa, hasta que el avión parte, o el ataúd es depositado en la fosa, y al fin comienza el viaje, y se tiene la suerte de hendir el mundo sobre el cielo y bajo la tierra.
Percibo una vibración intensa, como la de una turbina de avión. Yo y el otro, los dos dentro del ataúd, iniciamos el viaje con un arranque de inaudita velocidad. Ya estamos a muchos kilómetros del espeso velo y el duro cristal. Atravesamos océanos, continentes, mundos. No me separo de ese otro que llevo adentro. Imposible saber si viajamos por el centro de la tierra o por los espacios cósmicos. Hendimos las tinieblas en una línea recta, como un tren subterráneo que nos llevase a las antípodas. A veces el viaje se matiza con sorpresivas eclipses. Reconozco la curva ascendente del subte de Buenos Aires al pasar la estación Alberti en la línea A, y vuelvo a recorrer la línea D cuando se tuerce graciosamente entre Tribunales y Callao. De repente iniciamos un recorrido vertical, y caemos como plomo en un pozo que abarca el mundo entero.
No sé si el ataúd se deslizó un par de centímetros, o bien terminábamos de recorrer años luces en la galería. Lo cierto es que dominó la seguridad de haber llegado. Todo estaba absurdamente quieto, como cuando despertamos en un tren y lo encontramos detenido. Entonces me incorporé. Me resultó muy fácil subir a la superficie.
Salgo a la luz y me encuentro en el cementerio. Ya no veo el velo espeso. Comprendo que ese viaje cuya duración no puedo estimar me ha vuelto a situar al otro lado del cristal. Ahora no sólo reconozco los detalles de mi tumba, sino que a una distancia de cincuenta metros diviso el regreso del cortejo que me acompañó hasta mi última morada. Pero mi última morada es el universo que ahora crece y también se empequeñece en nuevas dimensiones. De un solo impulso estoy encima del cortejo. Los contemplo uno a uno: insignificantes y lamentables como todos los vivientes.
Vuelo hasta mi casa, y ahí los sorprendo en mi velorio. Me molesta el olor de las flores. Entro entonces en mi dormitorio y allí estoy agonizando. Salgo a la calle y me veo andando en mi último paseo. ¡Cómo estoy avejentado! Nunca me di cuenta de ello. Salto pues al parque de Palermo y me veo pedaleando en mi bicicleta de media-carrera. ¡Qué joven soy! Pero jamás tuve conciencia que era joven. Nunca pensé en mí, sino en el maldito mañana. ¿Por qué? Se lo pregunto a quien llevo conmigo, y ese otro me lo pregunta a mí. ¿Por qué? En la vida no hice otra cosa que esperar mañana, ese cáncer del mundo de los vivos. ¿Qué es el mañana? Se lo pregunto al otro, lo grito al viento, y el viento lo ulula al mundo. ¿Qué era ese mañana que devoró mi vida? Aquí nadie lo sabe. ¡No existe mañana en el mundo de los muertos! Solamente hay un presente tenso como un cable de acero que sujeta todo el universo.
Ahora me resulta fácil conocer el pasado, esa secreción de los hombres, una baba ligeramente fosforescente que dejan en su arrastrada y engañosa marcha. No necesito escuchar sus voces. Veo por transparencia como los muerde la angustia del tiempo. Realmente no deseo reencarnarme en ninguno de esos desdichados. Prefiero elegir a uno para liberarlo de ese maldito mañana, un guante vacío donde introducirme, y conmigo ese otro, que a su vez lleva otro y otro dentro de sí, seres que nunca nos conocimos en el Reino de la Dispersión y somos Uno en el negro diamante del presente infinito.

Bernardo Kordon