martes, 18 de septiembre de 2012

Casiopea

Como una gota fui de la marea
La playa me hizo grano de la arena. 

Fui punto en multitud por donde fui
Nadie me detectó y así aprendí. 

Cuando creí colmada la tarea
Volví mi corazón a Casiopea. 

Cumplí celosamente nuestro plan:
Por un millón de años esperar. 

Hoy llevo el doble dando coordenadas
Pero nadie contesta mi llamada. 

¿Qué puede haber pasado a mi señal? 
¿Será que me he quedado sin hogar? 

Hoy sobrevivo apenas a mi suerte
Lejano de mi estrella de mi gente. 

El trance me ha mostrado otra lección: 
El mundo propio siempre es el mejor.

Me voy debilitando lentamente 
Quizás ya no sea yo cuando me encuentren

Silvio Rodríguez

jueves, 30 de agosto de 2012

CINCEL Hace unos cuantos días que lo veo sentado en ese banco de la plaza que está pintado de verde oliva.Mira para los costados, y después se toma la cabeza con las dos manos, como si llorara, pero se recupera y sonríe, se cruza de piernas y se detiene a examinar corazones rotos por flechas de tribus urbanas, con leyendas de amor y data justa. Y su dedo índice acaricia la madera horadada por alguna sevillana en todo el contorno de esa figura que no late. El banco que elige es el que está a la derecha de la estatua de mármol, que en la época de su inauguración representaba a una mujer con las palmas de sus manos abiertas, como dando la bienvenida a los que decidieran descansar entre árboles de jacarandá y tilo. Está tan cerca de la escultura que pareciera, desde donde yo lo veo, que ella apoya su mano sobre el hombro encorvado. Debe tener algo más de sesenta años este tipo- me digo- La figura de esa mujer cincelada, ahora que presto atención, da pena.Y me sobrepongo a esa sensación con rapidez y me pregunto cómo no he advertido el daño que le han hecho esos invitados al paseo, yo que vivo enfrente, cómo puede ser que haya sido cómplice, que nunca los haya visto dañarla, lastimarla. Advierto que ahora abre ese bolso marrón de tela y algo de peso lleva adentro, porque cuando lo levanta es fácil advertir que toma una forma de media luna, se arquea y las manijas parecen cortarse. Lo deja abierto, vuelve a mirar para todos lados, prende un cigarrillo, tira los fósforos dentro de ese bolso y guarda el vicio en el bolsillo de su camisa, del lado izquierdo. Ahora se levanta, que hace? Habla con la estatua, que loco, le toma las manos, en realidad le aferra la mano izquierda, la otra fue cercenada, sube un peldaño, le acaricia el pelo, le susurra algo, parece enternecido, solloza, baja, ahora lleva el bolso en su mano, saca algo de adentro, no puedo verlo bien, está de espaldas a mi balcón, abro la ventana, porque lo escucho gritar, no pide ayuda no, y de repente ella se desmorona. No vas a sufrir más…escucho que dice.

jueves, 26 de julio de 2012

Hogar, dulce hogar


Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar.
                                                                                                                                                Al abrigo, Juan José Saer



Desde la puerta del ascensor se oía el ruido de la aspiradora. Cuando entró al departamento y vio las sillas del comedor sobre la mesa, volvió a poner la llave en la cerradura. Regresaría cuando las cosas estuvieran en su lugar.
Mientras bajaba por la escalera en puntas de pie, la voz de la esposa lo hizo dar un respingo.
-Raúl…- le habló asomada a la baranda y él se sentía como un chico haciendo una travesura-¿Qué pasa?, me asustaste.
-Iba a chequear las luces del auto, creo que las dejé encendidas.
-¿Y por qué no me avisaste?
-No quería interrumpirte.
-Bueno, andá que ya termino.

Todo en su sitio otra vez. Ya le llegaba desde la cocina el aroma a tuco, increíble la eficiencia de esa mujer.
Entró a la habitación para cambiarse y comprobó que la mano de Norma había pasado también por allí: los cajones de la cómoda se veían recién ordenados.
Cuando se agachó para sacarse los zapatos, vio un papel amarillento que sobresalía debajo de la cama. Nadie es perfecto, pensó con sorna y lo levantó, atribuyéndolo a alguna de esas cartas que sus hijos solían hacer de chicos y que la esposa guardaba como una reliquia. Buscó los anteojos llevado por la curiosidad, algo inusual en él, posponiendo la comida por insignificancias…

Tardó en responder a los llamados, había perdido el apetito.
Mientras Norma servía los ravioles, la observaba. Con sus manos diligentes ella misma se encargaba de agregarle al marido el queso en el plato, ya le conocía los gustos, después de tantos años…
Sin embargo él, allí sentado, tenía la impresión de que ignoraba muchas cosas.

Raquel Mizrahi

jueves, 19 de julio de 2012

Al abrigo


Juan José Saer
Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo. Por alguna razón --muerte, olvido, fuga precipitada, embargo-- el diario había quedado ahi, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez. Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, el la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario.El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido --un diario, o lo que fuese--, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata desimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidads a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido.
   Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que el tenía la costumbre de hurgar en sus cosas. Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones mas elementales que constituían su vida. O lo que el había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía mas inalcanzable que el arrabal del universo.

viernes, 13 de julio de 2012

Testigo silencioso

Se pinta los labios a la hora de la siesta con el lápiz que esconde  en el bolsillo de la blusa. Sus cortos dedos hacen el trabajo con torpeza.
Me gusta el contraste de esos ojos inocentes con la mueca de mujer que su boca ensaya.

Siempre está despeinada y se oculta el rostro con un mechón de pelo.
Sufro al ver cómo se lastima la cara, dejando esas marcas que trata de cubrir después sin mucho éxito.

La sombra celeste le ilumina los ojos. Elige una vincha que hace juego con el vestido.
La mirada le brilla y al contacto de sus labios siento celos, porque  sé que ese beso no es para mí.

Tiene el pelo corto y de otro color.
Casi no la reconozco con los ojos hinchados y esas profundas  ojeras que el maquillaje no logra disimular.

La mano le tiembla mientras se peina. Repite los movimientos una y otra vez. Saca el lápiz del bolsillo de la blusa y lo mira confundida. Su boca fruncida ensaya otra mueca y vuelve a ser niña.
Quisiera abrazarla, pero me conformo con guardar su imagen en mi memoria.

Raquel Mizrahi

domingo, 1 de julio de 2012

La excusa

Héctor se había retrasado más que otras veces y ya no le quedaban pretextos originales. Trabajo excesivo, congestión de tránsito, cambio de horario con su terapeuta…
Subió los escalones de dos en dos, y abrió la puerta.

Julia lo recibió con una sonrisa mientras se soplaba las uñas recién pintadas. Encontrarla ocupada en algo personal le alivió la mala conciencia; la había imaginado preparando la cena y esperaba un reproche por el atraso.
-Uh, perdoná la demora, pero cuando salía encontré a un ex compañero de la secundaria y me insistió para que tomáramos un café-dijo Héctor mientras apoyaba el portafolios evitando mirarla a los ojos.
-Llegás justo, el pollo está casi listo. Termino con esto y voy poniendo los platos- contestó Julia con voz neutra.
- Me ducho rápido y comemos, entonces.

Le resultó extraño su buen humor y que no lo hubiera interrogado como otras veces.
El alivio y la culpa se entremezclaban cuando abrió la ducha.
-¡No te apures, a esto le falta otro poquito!-le gritó ella desde la cocina mientras marcaba un número de teléfono-. Hola, podemos hablar tranquilos diez minutos más, ya te extrañaba…-su voz se había endulzado y era apenas un susurro.

Raquel Mizrahi

viernes, 22 de junio de 2012

El hermano mayor

-Lo malo es que a la larga ya no se siente nada -dijo el más corpulento, el de más edad-. Peor que eso. Estás esperando que termine de una vez. -Suspiró entrecortadamente; tres inspiraciones breves y rápidas. -Hasta te fastidia -murmuró.
-Sí -dijo él-. Supongo que sí.
El hermano mayor estaba sentado y él de pie. No eran parecidos.
-Hasta te fastidia --repitió el mayor.
El más joven le puso vagamente una mano sobre el hombro; por un momento dio la impresión de que iba a tocarle la cara. Fue algo tan fugaz que no se podía saber si realmente había querido tocarle la cara. Se limitó a posar una mano sobre el hombro del otro y a apretar suavemente.
-Calmate - dijo-. Es así; las cosas siempre son así.
-Sacate de una vez ese sobretodo -dijo el hermano mayor-. No se sabe si acabás de llegar o estás por irte.
-Acabo de llegar -dijo él-. También estoy por irme. El último tren a Buenos Aires sale a la una.
-¿Cómo sabés que hay un tren a la una?
Él se quitó el sobretodo y lo puso sobre el escritorio. No se sentó.
-Siempre hubo un tren a la una, ¿no? Y, como vos decís, en este pueblo no cambia nada.
-Nunca hubo un tren a la una. A la una de la tarde, sí; pero no a la una de la madrugada. Yo te voy a decir qué hiciste. Averiguaste el horario en la estación. No habías terminado de bajar del tren y ya estabas preguntando a qué hora tenías otro para volverte.
-No discutamos. No discutamos hoy.
-No estamos discutiendo: te estoy mostrando cómo sos. Y voy a adivinar algo más. Hasta sacaste el pasaje. Seguramente ya sacaste el pasaje, para no arrepentirte.
-No saqué ningún pasaje. -El que estaba de pie hizo una pausa. -Además, pensaba quedarme esta noche.
-Pensabas.
-Quiero decir que no sé por qué dije que me iba a la una.
-Yo sí sé -dijo el mayor-. Porque averiguaste el horario y porque sos jodido. Los tres siempre fuimos así: jodidos. En eso sí que nos parecemos vos y yo.
De alguna parte de la casa llegaban rumores apagados de voces y la vaharada de las flores.
-Él no era jodido -dijo el que estaba de pie.
-Era un vicio jodido. No se quejó en ningún momento. La gente, cuando le duele algo, se queja. 0 grita. 0 pide alguna cosa.
-De qué murió.
La risa del hermano mayor sonó ahogada y ambigua. Una risa profunda que culminó en un falsete como un quejido.
-Ésa sí que es una buena pregunta. Dios mío, de qué murió. El padre estuvo agonizando un año entero y él viene, antes da una vuelta por la noche del pueblo, entra en la vieja casa y pregunta de qué murió.
-Me hubieran avisado con tiempo -dijo él.
El otro, desde abajo, lo miró.
Un reloj de pared dio la campanada de las once y media. Los dos se quedaron un momento a la expectativa, como si esperaran otra.
-Mejor salgamos -dijo finalmente el mayor-. Vámonos al patio, o a caminar por ahí. El olor de esas flores marea. La casa entera tiene olor a pantano, a flores corrompidas. -Hablaba sin ponerse de pie. -Cuando eras chico, te acordás, siempre querías que te llevara al café de la estación. Un gran lugar, la estación. Y así, de paso, no perdés tu tren. 0 mejor vamos hasta el río.
-Para eso hiciste que me sacara el sobretodo -dijo el más joven.
El mayor se levantó. Era ancho y más alto que el otro. Grave e imponente, tenía el aspecto que debe tener un hermano mayor. Sólo que de pronto daba la impresión de estar relleno de lana. Parecía haberse quedado pensando en algo.
-¿Cómo?
-Si para eso me hiciste sacar el sobretodo.
-Usted suénese los mocos y de hoy en adelante obedezca a su hermano, como dijo el viejo esa noche. ¿Cuánto hace que la casa no olía de este modo?
-Les acompaño el sentimiento --dijo de pronto una vieja, junto a ellos.
-Váyase a la mierda -murmuró suavemente el mayor-. Gracias -dijo.
-Hace treinta años -dijo el más joven-. Yo tenía seis y vos once. Ni vos ni papá lloraban.
-Vos sí llorabas. Vos llorabas de veras como un huérfano. Límpiese esos mocos y obedezca a su hermano. Siempre fuiste medio marica vos. -Se rio bruscamente, un cloqueo forzado y cavernoso. -Siempre había que andar pegándole a alguien por tu culpa. ¿Por qué no vino tu mujer? Ella lo quería a papá.
Habían salido de la casa y ahora caminaban por la vereda. Una calle arbolada de naranjos. Desde algún lugar de la noche llegaba la música remota de un baile.
-No estaba. Ella no estaba en casa cuando me llamaron.
-Las mujeres lo querían, qué cosa tan rara. Sobre todo las mujeres ajenas. ¿Por qué no tuvieron hijos ustedes? El viejo siempre quiso tener un nieto.
-Te hubieras casado vos --dijo él.
-No digas pavadas -dijo secamente el mayor.
El menor lo miró de reojo en la oscuridad.
-Pavadas, por qué.
-El viejo, en cambio... Le tocaba el culo a la enfermera. Ese culo no se hizo en un ratito, decía, y se doblaba en dos de la risa, tosiendo y escupiendo el alma. No se hizo en un ratito. Hasta que se quedaba quieto, resollando con los ojos en blanco... Ella ha de madrugar mucho, tu mujer; yo te hice llamar a la cinco de la mañana... Se murió de dolor, ya que te interesa tanto saberlo. Era como ver agonizar a un buey, como si lo carnearan vivo. Se le reventó el corazón, por no gritar. Cuando lo abrieron no tenía pulmones, ni hígado, pero murió de un ataque cardíaco. ¿Cómo se puede saber lo que le pasa a un hombre si no te dice qué le pasa? ¿Cómo puede saber un hijo qué le duele al padre, si el padre, mientras se muere, les toca el culo a las enfermeras y se ríe? Era un viejo muy jodido, te lo juro.
En dirección a ellos venían tres o cuatro personas; la luz de un zaguán iluminó un ramo de flores blancas.
Ellos cruzaron la calle y cambiaron de vereda.
-Pero vos tuviste una novia -dijo el menor.
-¿En qué te quedaste pensando? Tuve, sí. Él me la quitó. Papá. Los encontré una tarde, a la siesta, en la cama grande. Yo había ido a Rosario por un asunto del juzgado, y volví antes. Ahí estaban, en la cama de mamá. No te preocupes: no me vieron. Quería tanto un nieto que casi se lo hace él mismo. No debiste dejar a esa chica, me dijo después, era una buena chica. Hubiera sido una buena mujer, se parecía a tu madre. ¿Qué se hace con un padre así?
-No llores -dijo él.
-Al final te fastidia, carajo.
-Esta calle está igual, hasta la música parece la misma. Una vez me llevaste a un baile.
-Un año entero muriéndose, hasta que uno termina por rezar para que se muera realmente. Nunca supe si le dolía algo. No se puede hacer eso, un hijo no merece eso. Qué te voy a llevar a un baile, nunca bailé.
-Me llevaste, era verano, pediste una naranjada con ginebra. Para el nene, dijiste, una bolita.
-¿Una bolita? Había una bebida que se llamaba bolita. Pero eso era antes de que naciéramos. Mamá nos contaba. Vos ni debés saber por qué le decían bolita.
-No sólo lo sé: me acuerdo.
-Por qué, a ver.
-Por la tapa. En vez de tapa, tenía una bolita de vidrio.
-Pero si ni siquiera yo vi ninguna. No puedo haberte pedido una bolita.
-La pediste. Seguramente fue una broma. Yo te veía tomar la naranja con ginebra y me parecías un fenómeno. Noches de Budapest: te apuesto a que ese fox-trot que están tocando se llama Noches de Budapest.
-¿Y Vos?
-Yo qué.
-Qué tomaste, vos qué tomaste esa noche.
-No sé qué tomé. Pero me acuerdo perfectamente de la bolita de vidrio.
Siguieron caminando en silencio. La primera vez que estaban en silencio desde que se habían encontrado.
-Gracias -dijo de pronto el mayor-. Ya estoy bien. Ustedes, a veces, tienen esas cosas.
-Me separé -dijo él-. Por eso no se enteró lo de papá.
-Con quién la encontraste.
-Con nadie. Ella me encontró.
-Pero vos la querías. Cuando estuvieron acá se veía de lejos que la querías. Y ella te miraba como si fueras de oro.
-Hace diez años que estuvimos acá. Fuera de este pueblo, el tiempo pasa en serio.
-Pero vos la querías.
-Claro que la quería, todavía la quiero. Eso qué tiene que ver.
-Nada, me imagino. En esto también sos hijo del viejo. ¿Vos sabías que él la engañaba a mamá?
Estaban sentados en uno de esos bancos de plaza que hay al frente de ciertas casas de pueblo. El reloj del Cabildo dio la medianoche.
-Cómo que la engañaba a mamá. Cuándo la engañaba.
-Cuando podía, y podía siempre. Lo supe a los diez años. Fue como lo de la cama grande pero en la cama del finado tío Carlos.
-¿Con la tía Matilde?
-No. O a lo mejor también con la tía Matilde, pero sobre todo con una de las mellizas.
-¿Las hijas de tía? ¿Con las dos?
-Con una. De cualquier modo eran idénticas: una, un poco más rubia. No te asombre que alguna noche las confundiera. El viejo nunca fue muy detallista.
-Pero con cuál.
-Qué sé yo con cuál, qué importancia tiene con cuál. Por eso tuvieron que irse del pueblo.
-Y vos cómo lo supiste.
-Te acabo de decir que los vi. Yo tendría diez años y esa noche él me llamó al escritorio. En los grandes momentos nos trataba de usted, te acordás. Usted es muy chico para saber qué es el amor. Yo la quiero a su madre, y eso es una cosa; pero hay muchas mujeres en el mundo, y eso es otra cosa. Lo importante era no confundir a las mujeres, que son muchas, con el amor, que es uno solo. Y que si mamá llegaba a enterarse él me cortaba los huevos. No le veo la gracia.
-Que te los cortó. Perdoname que me ría, pero te los cortó. Seguí, no me hagas caso.
-Estás despertando a los que duermen. Si es que duermen. Estos bancos dan siempre a una ventana, detrás de la ventana siempre hay un solterón insomne o una vieja que teje en la oscuridad o un viejo marica que no sabe qué hacer de su vida. Ponen bancos para que los que andan de noche por la calle se sienten y hablen.
-Contame algo de mamá.
-Mamá era mamá No tenía historias.
Se pusieron de pie. Un pájaro sobresaltado o un murciélago chocó contra el farol de la esquina. La luz se apagó durante un instante pero volvió a encenderse de inmediato. El mayor se había tomado instintivamente del brazo del otro. O tal vez lo había tomado del brazo.
-Puedo quedarme, si querés.
El mayor se detuvo, sin soltarlo.
-Qué cosa rara estás pensando.
-Yo, nada. Pero es cierto, cuando venía en el tren pensé que yo también estoy un poco solo.
El hermano mayor lo soltó.
-Vos también. ¿Y quién es el otro? ¿O hablás en general, o estás hablando de la gente? Vos y yo no podemos vivir juntos.
-No dije quedarme a vivir.
-Ya sé lo que dijiste. Hablame del baile.
-Qué baile.
-El baile al que te llevé. El baile de la bolita.
-Ya te lo conté. Me acordé por la música.
El más joven se detuvo y giró la cabeza, desconcertado. Sólo se oía el paso del viento entre las ramas. La música ya no se oía.
-Cambió el viento -dijo el mayor.
-Qué raro oír eso. Oír que ha cambiado el viento. En las ciudades nadie dice una cosa así. Nadie se da cuenta cuando cambia el viento.
El que se detuvo ahora fue el hermano mayor. En la oscuridad del empedrado se oyeron, lentos, los cascos de un caballo.
-Estás de suerte. Aunque no quieras creerlo, eso que viene allá es un mateo. ¿Cuántos años hace que no ves un coche a caballo? Te invito. Quién te dice que no es el último mateo del mundo.
-No tenemos tiempo.
-Cómo que no. Tenemos casi media hora.
-Antes de irme, quiero verlo.
-No queda mucho para ver. Haceme caso. No hay que mirar a los muertos. Cuando se mira a un muerto, en realidad es la muerte la que nos mira. Mejor recordalo como al baile y a la botella de bolita. Vamos. Te llevo a la estación.

Abelardo Castillo