sábado, 30 de octubre de 2010

Lo que escribimos aquí se lee en otras partes del planeta

Viendo el tráfico de visitas a este blog, advietrto para mi sorpresa que ha sido visitado por un lector de Estados Unidos y alguno de Alaska, si Alaska...así que es muy lindo compartir lo que subimos.Gracias

viernes, 29 de octubre de 2010

Reflexiones acerca de nuestra escritura

• La importancia de tener la idea o tema como disparador
• Después de la primera frase la escritura fluye, como si el inconsciente dictara las palabras
• Escribimos de acuerdo a cómo hablamos y pensamos
• ¿Escribimos para nosotros o para ser leídos?
• ¿Nos importa la opinión de los demás o nos autoafirmamos con independencia?
• El placer de articular las palabras, moverlas como en un rompecabezas hasta que encajan
• La utilización de palabras que no solemos usar, escondidas en algún rincón de la memoria
• La satisfacción al ver la obra terminada
• La sensación de asombro ante lo escrito, como si lo hubiera hecho otro
• Los polos opuestos: inconformidad y exceso de valoración por el propio trabajo
• La escritura como catarsis.
• El placer de escribir
• Cuando escribo me abstraigo del entorno y construyo un mundo propio

Raquel

lunes, 25 de octubre de 2010

La creación según nuestro tallerista Eduardo.Desarrollo de la idea

Muchas veces me pregunto-dice Eduardo- como nacen las diferentes ideas para generar un escrito cualquiera.En mi caso particular no genero antecedentes que luego guardo para ser utilizados en algún momento para la construcción de un cuento,narración o relato.El proceso creativo se inicia con una consigna dada por alguien o generada por mí mismo.Esta consigna se puede dar por un pensamiento determinado,una lectura circunstancial,algo que ví u oí.Estos elementos actuan como disparadores a partir de los cuales comienzo a contruir el cuento.
Cuando lo inicio en general no elaboro un esquema previo de la idea, su trama y epílogo,sino que estos pasos los voy dando en forma gradual y a medida que avanzo en la trama.Esto es tan cierto, que puedo estar muy avanzado en el desarrrollo del trabajo, y no saber aún como se cerrará el argumento del escrito, ni como será la participación final de cada personaje.
Conclusión:La metodología antes descriptas no puedo considerarla que se la ideal,quizá pueda ser mejorada mediante un trabajo mas intensivo empleando métodos de acumulación de informaciones para luego swer utilizadas cuando sea necesaria su utilización.
También el construir un esquema de cómo será el trabajo con su inicio,desarrollo y culminación puede ser interesante para facilitar la escritura.Puedo expresar que todo procedimiento puede ser mejorado o perfecccionado.Sin embargo, sin despreciar lo antes dicho,considero que la creación es algo propio de cada escritor,por lo que creo que sin menospreciar otras metodologías,he adoptado la indicada en el Desarrollo de la idea al considerarla adecuada a mi forma de pensar y obrar.

sábado, 23 de octubre de 2010

La Casa Encantada


Una joven soñó que caminaba por un extraño sendero que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmenté fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó.

Todos los detalles de ese sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a empezar su converasción con el anciano.

Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en un bus a Litchfield, donde se realizaba una fiesta de fin de semana a la que había sido invitada. De pronto tironeó la manga del conductor y le pidió que se detuviera. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero de su sueño.

Bajó y echó andar por el sendero con el corazón latiéndole alocadamente. Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la boscosa colina y la dejó frente a la casa cuyos detalles recordaba ahora con tanta precisión.

Golpeo a la puerta y el mismo anciano del sueño respondió a su impaciente llamado.

-Dígame- dijo ella - ¿se vénde esta casa?
-Si- respondió el hombre, pero no le aconsejo que la compre.Esta casa, hija mía, está frecuentada por un fantasma.
-Un fantasma- repitió la muchacha- Santo Dios ¿Y quién es?
-Usted- dijo el anciano, y cerró suavemente la puerta.

ANÓNIMO

* Publicado en Antología del cuento extraño. Editorial Hachette, 1976. Selección y traducción de Rodolfo Walsh.

viernes, 22 de octubre de 2010

La Señora Muerta

—No me gusta el olor de la goma mojada — fue lo primero que dijo esa mujer.

Moure la miró un rato antes de contestar, pero no como lo había estado observando hasta ese momento, desde que la descubrió en la cola apoyada a medias contra la pared, con un gesto resignado e insolente a la vez. “Levante”, se dijo. “Levante seguro”, y le sonrió:

—No es goma lo que se está quemando.
—Ah, ¿no? —esa mujer lo miraba con desconfianza— ¿Qué es entonces?
—Inmundicias —murmuró Moure con malestar.
—¿Y de quién?
—De todos... de todos los de la cola. Hace dos días que vienen haciendo lo mismo.

Desde atrás, los que estaban en medio de la penumbra que flotaba sobre la calle, los empujaron para que avanzaran: ella se dio vuelta, apenas molesta de que la tocaran o de que le arrugaran el vestido, murmuró Ya va, ya me di cuenta, qué tanto, y avanzó unos pasos ceremoniosamente. Se había apoyado contra la chapa de un hotel y se miraba en el reflejo: era un enorme cuadrado de bronce y Moure advirtió que se palpaba los labios.

—¿Le duelen? —se le acercó.
—No. Estoy despeinada.

Y esa mujer seguía mirándose aunque esa chapa la reflejase deformada, con una boca más ancha y unos ojos estirados.

—Usted no tiene esa boca— señaló Moure.

Ella abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera en un parque de diversiones, con la desconfianza de un chico o de un provinciano:

—Sí, tengo una boca de muñeco —se juzgó con un aire despreciativo.
—No, no...— protestó Moure.
—Pero me gusta tener una boca así.

Unos metros más adelante se fue levantando un murmullo que aumentó la densidad y se prolongó un rato, como un moscardoneo. “No me puede fallar”, se propuso Moure. Una mujer con la cabeza cubierta con una pañoleta se le arrodilló delante, agachada la frente y parecía rezongar con una confusa irritación mientras se frotaba las manos; cuando la fila avanzó de nuevo, la mujer se fue arrastrando sobre las rodillas sin dejar de gangosear eso que decía, sin dejar de frotarse las manos.

—Rezan, ¿no?
—Sí —dijo Moure.
—Ah...—ella se persignó y lo hizo con torpeza, velozmente; parecía alarmada y miró ese cielo bajo como si hubiera escuchado el ruido de un avión y tratara de localizarlo. Pero el cielo estaba negro y no se veía nada. Después se tranquilizó, lo miró a Moure, se sonrió a medias, agradecida de algo y apoyó la cabeza contra la chapa del hotel.
—¿Está cansada? —la sostuvo Moure mientras se repetía “No me falla; no me puede fallar”. Al fin de cuentas, él había ido a la cola para eso.

Pero ella balanceaba la cabeza: eso no quería decir ni que sí ni que no, solamente que no estaba segura.

—¿Quiere irse?
—Cuando me sienta bien cansada.
Moure le oprimió el brazo:
—Pero mire que tenemos para rato.
Ella frunció las cejas:
—¿Lo dice en serio?
—Yo siempre hablo en serio.
—¿Y cuánto dice que falta?

Moure miró hacia delante y calculó dos cuadras, tres, una mancha larga que se estremecía en medio de la penumbra, los de atrás que volvieron a empujar con una pesadez insistente, la mujer de la pañoleta que seguía murmurando algo que no se entendía muy bien, ahí arrodillada, un soldado con una olla humeante que brilló bajo el farol:

—Unas tres horas —dijo.
—¿Tanto?
Moure presintió que a ella no le interesaba mucho
—Y, hay mucha gente —reflexionó.
—A la gente le gusta.
—¿Estar en la cola?
—Sí —dijo ella con desgano. Le gusta esperar algo, cualquier cosa...

La mujer arrodillada por momentos parecía irritarse con lo que rezaba, cabeceaba y fruncía la frente. “Esta noche no puede fallarme”, seguía pensando Moure. Y toda esa fila avanzaba muy lentamente, mucho más despacio que en una procesión. Moure calculó: allá adelante estarían por cruzar un puente, se le habrían roto las ruedas a un carro o el caballo se habría muerto en medio de la calle. Algo así pasaría. “Seguro”. Y había tan poca luz con esos trapos negros que envolvían los faroles y todo era tan borroso.

—¿Me permite? —ella se le apoyó bruscamente en un brazo, se descalzó, primero un pie, después el otro, y se los sobó con unos quejiditos de satisfacción. Pero cuando estaba en eso, volvieron a empujarla para que avanzase y ella repitió Ya está, ya va, no ven lo que estoy haciendo. Me van a pisar, tengo los pies desnudos... La mujer de la pañoleta levantó un momento la cabeza, verificó quién había dicho eso y siguió con su rezo.
—¿Un poco de sopa? —ofreció Moure.
—No —ella todavía estaba con los pies desnudos y pugnaba por mantener el equilibrio y calzarse— Me aburre la sopa.
—¿Ni un poco?
—No.
Moure señaló:
—Pero mire que le están ofreciendo...
Un soldado le había tendido una taza pero tuvo que recogerla, tenía una cara adormecida y se esforzaba por sonreírse: la contempló a esa mujer, intentó sonreírse con más convicción y lo único que logró fue un parpadeo, entonces la miró humildemente pero ella había hundido las manos en los bolsillos y sacudía los hombros:

—Me aburre la sopa —repetía— De chica, me la hacían tragar: de arvejas, de sémola, de verduras... Era un asco.

Moure sacó un cigarrillo y lo golpeó muchas veces antes de encenderlo. “Papa comida”, se felicitó. Estaban muy cerca de uno de esos montones de basura que habían quemado y que soltaban un calor denso, incómodo y un poco tembloroso; algunas personas salían de la fila, se acercaban, la cara y el pecho se les enrojecían y se quedaban un rato frotándose las manos como si estuvieran redondeando algo entre las palmas, un poco de harina o de barro. Después volvían a la fila y les susurraban a los dos que tenían al lado Vayan, vayan; no les dicen nada. Moure la codeó a esa mujer y señaló: otro se despegaba de la fila con una carrerita parecida, casi avergonzado, casi alegre.

—¿Fuma? —preguntó Moure.

Ella miró a los costados, atentamente, después un poco a la mujer que seguía arrodillada y rezongando:
—¿Aquí? ... —y no sacó las manos de los bolsillos.

Moure encendió el cigarrillo y largó unas bocanadas para que ella oliera: eso era bueno, caliente y llenaba la boca y el pecho. “Esto marcha solo”, se alegró. Ella le miraba la mano, sin indiferencia y de vez en cuando le espiaba los labios y la nariz se le hinchaba como si le costara respirar o como si todavía le molestara ese olor que había creído era de goma quemada.

—¿A usted le gustaba? —dijo de pronto.
Moure se sobresaltó para largó una lenta bocanada:
—¿Quién?
—La señora... ¿Quién va a ser sinó?

Moure tomó el cigarrillo entre las dos manos, lo acható y arrancó una hebra con la misma cautela con que se hubiera cortado una cutícula; después levantó la vista y la miró a esa mujer: era joven, tendría unos veinticinco, no mucho más. “Si me la pierdo soy un ...” Pero no se la iba a perder. Los de atrás empujaban, ésos no respetaban nada, no se dio por enterado y siguió mirándola: el cuello, ese pecho tan abierto, el vientre y la deseó bastante. Por fin dijo:

—Era joven...
—¿Usted cree que la podremos ver?
—Y, no sé. Habrá que esperar.
—Dicen que está muy linda.
—¿Sí?
—La embalsamaron. Por eso.

Había quedado un espacio entre ellos dos y la mujer arrodillada.

—Hay que correrse— dijo ella como si tratara de algo inevitable.
—Sí —advirtió Moure— Sí.

Y se quedaron mirando vagamente hacia delante: la mujer de la pañoleta se puso de pie y estuvo un buen rato observándose y tocándose las rodillas, un chico empezó a llorar y una mujer deslizó una mancha blanca sobre su mano y ahí la sostuvo y de nuevo pasaron los soldados, esta vez ofreciendo café, sin saltearse a nadie, desapasionadamente. Ella murmuró algo y Moure le escrutó la cara para ver qué quería. No. Me estaba acordando de algo. Nada más, dijo ella sin sacar las manos de los bolsillos; Moure advirtió que era de piel el sacón que tenía porque lo rozaba contra el dorso de la mano y pensó que le hubiera gustado acariciarlo con los dedos, con el pulgar sobre todo, pero no se animó.

—¿Vio? —era ella que señalaba con el mentón desganadamente.

Moure volvió la cabeza y vio a un hombre que orinaba al borde de la vereda y se sintió irritado, justamente irritado, porque ése podría haber ido a otro lugar o se hubiese aguantado o, en último caso, no se hubiera puesto en la fila, entre tantas mujeres, porque esas cosas siempre pasan y uno debe saber lo que se puede aguantar.

—Está mal, ¿no? —murmuró.

Pero ella se había apoyado contra una vidriera y bostezaba, olvidaba de sus pies y de ese hombre que orinaba, y lo hizo varias veces, porque no fue un solo bostezo prolongado sino una serie de tres o cuatro que la obligaron a fruncir la nariz y a secarse unas lágrimas con la punta del pañuelo.

—¿Tiene sueño?

Ella negó sin dejar de bostezar:

—Hambre tengo.
—¿Quiere...?
—Sí.

Y fue ella quien lo tomó del brazo y la que dijo que subieran a un auto y fueran primero a cualquier lugar. Algo cerca, fue lo único que exigió y no perentoriamente, sino como si recordara algún requisito o alguna ventaja. Se arrinconó a su lado en el auto y contemplaba sin ningún asombro las piernas de los que iban en las plataformas de los tranvías iluminados, a uno que llevaba sandalias, a los que la miraban largamente sin atreverse a sonreírse pero con muchas ganas de hacerlo cada vez que el auto se detenía en cualquier bocacalle. Cuando un marinero se inclinó un poco para verla mejor, ella golpeó con la mano en el vidrio. A ése lo espanté suspiró. Y usaba un perfume de malva, un perfume de vieja o de casa con pisos de madera. ¿Y cuánto querés? y Lo que vos quieras y el auto siguió corriendo. Moure se sintió agradecido, entusiasmado y le pasó el brazo sobre los hombros. Cerca, ¿no?, volvió a preguntar ella y Moure sacudió con la cabeza. Esa cola, la gente que esperaba con tanta indiferencia, amontonados, pasivos, la calle en tinieblas, él había esperado demasiado. Era lento y lo sabía, pero tampoco se podía atropellar. Pero ya estaba. Y solo, esas cosas se hacen solas. Cuanto más se piensa, sale peor. Cuando el coche se detuvo por primera vez y Moure advirtió que el chofer esperaba una nueva orden mirando el espejito, apenas dijo A otra. Pero cerca. Cuando ocurrió la segunda vez, eso de toparse con una puerta cerrada cuando alguien piensa exclusivamente, cálidamente en entrar de una vez y quedar a solas como dos chicos que se esconden dentro de un ropero para que el mundo de los adultos tan ordenado y con tanta gente que mira se desvanezca. Moure se empezó a irritar. No hay lugar —informaba el chofer— ¿Los llevo a otro? Sí, sí. Pronto. Y anduvieron dando vueltas por unas suaves calles arboladas y ella empezó a reírse porque sentía las manos de Moure que le oprimían las piernas, pero no como para acariciarla, como si fuera ella, es decir, una mujer, sino como si su piel fuera un pañuelo o una baranda o la propia ropa de Moure, algo de lo que se aferraba para secarse o para no caerse. Por favor... por favor, repetía Moure y le estrujaba la carne. También estaba la mirada del chofer, que delante de esos portones cerrados soltaba el volante como para dar explicaciones porque él no tenía nada que ver con todo esto. ¿Los llevo a otro? Sí. Pronto... Pero, pronto por favor. Y toparon con otro portón, una gran tabla pintada de gris cerrada con un candado, y la risa de esa mujer aumentó mientras Moure pensaba que lo que a ella le correspondía era quedarse en silencio, tomarlo de la mano y tranquilizarlo o pasarle los dedos por las sienes para que se le desarrugara la frente, pero las mujeres se ponen nerviosas y no sirven para nada y por eso son mujeres. El coche había parado por cuarta vez o sexta y el chofer repetía ese mismo ademán prescindencia.

—¿Todo está cerrado? —gritó Moure.

Los ojos del chofer apenas temblaron en ese espejito y ella se rió con una risa que le dobló la espalda.

—¡No te rías más, mujer! —la sacudió Moure.

Y ella sólo negó con la cabeza, sin hablar pero con más ganas de reírse, apretando los labios y no cubriéndose la boca con una mano.

—¿No se puede ir a otra parte? —Moure se había tomado del respaldo del chofer.
—Y, no se...
—¿Nada hay?
—Más lejos...
—¿Dónde?
—En la provincia.
—¿Seguro?
—No; seguro, no.
—Estaba de Dios que tenía que pasar esto —cabeceó Moure.
—Hay que aguantarse —el chofer permanecía rígido, conciliador— Es por la señora.
—¿Por la muerte de...? —necesitó Moure que lo precisaran.
—Sí, sí.
—¡Es demasiado por la yegua ésa!

Entonces bruscamente, esa mujer dejó de reírse y empezó a decir que no, con un gesto arisco, no, no, y a buscar la manija de la puerta.

—Ah, no... Eso sí que no. —murmuraba hasta que encontró la manija y abrió la puerta— Eso sí que no se lo permito... —Y se bajó.


David Viñas

miércoles, 20 de octubre de 2010

Mucho Gusto


Se habían encontrado en la barra de un bar, cada uno frente a una jarra de cerveza, y habían empezado a conversar al principio, como es lo normal, sobre el tiempo y la crisis, luego, de temas varios, y no siempre racionalemente encadenados. Al parecer, el flaco era escritor, el otro, un señor cualquiera. No bien supo que el flaco era literato, el señor cualquiera, empezó a elogiar la condición de artista, eso que llamaba el sencillo privilegio de poder escribir.
- No crea que es algo tan estupendo -dijo el Flaco-, también hay momentos de profundo desamparo en los que se llaga a la conclusión de que todo lo que se ha escrito es una basura; probablemente no lo sea, pero uno así lo cree. Sin ir más lejos, no hace mucho, junté todos mis inéditos, o sea un trabajo de varios años, llamé a mi mejor amigo y le dije: Mira, esto no sirve, pero comprenderás que para mí es demasiado doloroso destruirlo, así que hazme un favor; quémalos; júrame que lo vas a quemar y me lo juró.
El señor cualquiera quedó muy impresionado ante aquel gesto autocrítico, pero no se atrevió a hacer ningún comentario. Tras un buen rato de silencio, se rascó la nuca y empinó la jarra de cerveza.
- Oiga, don -dijo sin pestañear-, hace rato que hemos hablado y ni siquiera nos hemos presentado, mi nombre es Ernesto Chavez, viajante de comercio- y le tendió la mano.
- Mucho gusto -dijo el otro, oprimiéndola con sus dedos huesudos-, Franz Kafka para servirle.

Mario Benedetti

viernes, 15 de octubre de 2010

CABECITA NEGRA

de Germán Rozenmacher


A Raúl Kruschovsky

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.
Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.
Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tes de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía qúejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz -un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No no podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos donde los desórdenes políticos eran la rutina había estado varias veces al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran "señor". Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.

De pronto una muier gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, hacienclo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.
El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo.
Quiero ir a casa, mamá lloraba . Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.
Era un china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrio, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.
¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? la voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintio una mano sobre su hombro.
A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la via pública.
El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.
Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.
Viejo baboso dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro v sobrador que tenía adelante . Hacéte el gil ahora.
El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.
Vamos. En cana.
El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.
Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quién está hablando? Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.
Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos? dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él con todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una verguenza inútil.
Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.
De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.
Señor agente le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.
Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto. Y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró . Vivo ahí al lado gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.
El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.
Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la mañana, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.
Dame café dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca, Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuando se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había pedido estudiar violín tenía un hermoso tocadistos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.
Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese hombre. Pero ¿de qué líbros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.
El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que esuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.
Qué le hiciste dijo al fin el negro.
Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de. . . el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.
Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa ella se vino a trabajar como muchacha, una chica una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...
El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpear]o, a patear]o en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:
Este no es, José. Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida humillada del otro y vio que se detenía bruscamenté y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fín, sintió que algo tontamente le decía adentro "Por fin se me va este maldito insomnio" y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? "Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada", trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. "La chusma", dijo para tranquilizarse, "hay que aplastarlos, aplastarlos", dijo para tranquilizarse. "La fuerza pública", dijo, "tenemos toda la fuerza pública y el ejército", dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.

jueves, 14 de octubre de 2010

Tarde de domingo en la isla de La Grande Jatte

George Pierre Seurat, 1884

TARDE DE DOMINGO

George y Valery planearon celebrar su trigésimo cuarto aniversario de una forma muy peculiar.

Amantes de la pintura, los unía, además de la maravillosa familia que habían logrado formar, una profunda devoción por aquellos artistas que supieron plasmar en el lienzo la luminosidad, el color y los detalles de escenas de la vida real y cotidiana. En su living tenían una reproducción reducida de La Grande Jatte , que no dejaban de admirar.

Ese día, contemplando el cuadro mientras tomaban el té, decidieron viajar a Paris para visitar la popular isla del Sena que inspirara a Seurat en una de sus más cotizadas obras. Unos días después partieron en avión desde su brumosa Londres.

Les parecía un sueño estar caminado por la isla. Pisar ese suelo donde, quién sabe, cuantas tardes pasó el artista bocetando su obra. Imaginaban la preparación de los colores en la paleta, los primeros trazos en el lienzo. Todo esto comentaban mientras se detenían continuamente a deleitarse con el paisaje. Por suerte habían decidido vestirse con prendas livianas. Era una espléndida tarde primaveral, ideal para un paseo al aire libre.

La isla estaba tan concurrida como el día en que el pintor decidió eternizarla. Cuantas semejanzas, pensaron. A pesar de las ropas y algunos hábitos modernos, el disfrute parecía ser el mismo. Empezaron a observar con detenimiento el escenario.

Un enorme abedul proyectaba su sombra sobre el césped y se detuvieron al reparo del árbol. Frente a ellos un joven de gorra y lentes negros descansaba sobre una manta. A su lado una pareja mayor, probablemente sus padres, escuchando radio se entretenían con un labrador negro que husmeaba en la hierba.

A orillas del río una mujer de mediana edad estaba observando distraídamente las ondas del agua que golpeaban contra la protección de cemento mientras disfrutaba de una gaseosa y una joven con un capri blanco y remera roja tomaba sol escuchando música a través de sus auriculares .

Una mujer de jean y blusa clara se aproximaba hacia ellos junto a una niña que no tendría más de siete años y que llevaba en la mano una barbie. Dos señores, con sendas bicicletas se detuvieron a conversar debajo de un alerce. En un claro del parque un grupo de muchachos con coloridas camisetas se entretenían con una pelota de rugby. Y por doquier niños corriendo.

No faltaban las actividades náuticas. Un pequeño velero con tres personas a bordo completaban la escena.

Geroge y Valery paseaban sus miradas hacia uno y otro lado mientras el sol jugaba entre las copas de los árboles dibujando claro oscuros que matizaban el paisaje.

Lo que protagonizaron los sorprendió a ambos. Extasiados no podían creer lo que sucedió a continuación. De pronto todo se detuvo. Poco a poco todo fue adquiriendo tonalidades sepia. Mágicamente las imágenes se desdibujaron transformándose en un extraño puntillé. Las hojas de los árboles al igual que el césped dieron lugar a miles de puntitos en todas las tonalidades de verde que, sin embargo, lograron mantener las formas. Las mansas olas del rio se convirtieron en un estático espejo.

Se miraron: Ella lucía un faldón violeta largo hasta los tobillos , una chaqueta negra por la que asomaba la puntilla del blanco cuello de una blusa y un sombrero también negro adornado con una bellísima flor púrpura. El estaba de capa y galera y lucía una camelia en el ojal. Un pequeño mono se descolgó de una de las ramas del árbol colocándose dócilmente a sus pies.

También cambiaron las vestimentas y accesorios de todos los que se encontraban en el lugar. Los ciclistas se tornaron en dos soldados levemente visibles, con chaquetas ocres, pantalones rojos y birretes.

Poco a poco, todas las miradas se posaron dulcemente sobre ellos invitándolos con cómplices sonrisas. Por unos instantes el arcano los transportó a un paisaje bucólico del siglo XIX.

MARGARITA RODRÍGUEZ


lunes, 11 de octubre de 2010

Consigna: Ensayo sobre nuestra producción

Julio nos propone esta semana trabajar y llevar al taller un ensayo acerca de la inspiración en nuestra producción.

viernes, 8 de octubre de 2010

TALLER DE CORTE Y CORRECCIÓN - MARCELO DI MARCO

. HABLA SIR LAWRENCE


Terminaba Olivier de interpretar una obra de Shakespeare. Después de la función, un periodista alabó su estilo de actuación.
"¡Qué maravilla, sir Lawrence! –dijo–. ¡Cuánta espontaneidad en el personaje!"
"Es verdad –contestó Olivier–, salió espontáneo: lo estuve ensayando durante seis meses."
Ser claro. Ser sencillo. Ser cuidadoso. Esforzarse para resultar natural y "espontáneo".
Corrección mediante.