jueves, 26 de julio de 2012

Hogar, dulce hogar


Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar.
                                                                                                                                                Al abrigo, Juan José Saer



Desde la puerta del ascensor se oía el ruido de la aspiradora. Cuando entró al departamento y vio las sillas del comedor sobre la mesa, volvió a poner la llave en la cerradura. Regresaría cuando las cosas estuvieran en su lugar.
Mientras bajaba por la escalera en puntas de pie, la voz de la esposa lo hizo dar un respingo.
-Raúl…- le habló asomada a la baranda y él se sentía como un chico haciendo una travesura-¿Qué pasa?, me asustaste.
-Iba a chequear las luces del auto, creo que las dejé encendidas.
-¿Y por qué no me avisaste?
-No quería interrumpirte.
-Bueno, andá que ya termino.

Todo en su sitio otra vez. Ya le llegaba desde la cocina el aroma a tuco, increíble la eficiencia de esa mujer.
Entró a la habitación para cambiarse y comprobó que la mano de Norma había pasado también por allí: los cajones de la cómoda se veían recién ordenados.
Cuando se agachó para sacarse los zapatos, vio un papel amarillento que sobresalía debajo de la cama. Nadie es perfecto, pensó con sorna y lo levantó, atribuyéndolo a alguna de esas cartas que sus hijos solían hacer de chicos y que la esposa guardaba como una reliquia. Buscó los anteojos llevado por la curiosidad, algo inusual en él, posponiendo la comida por insignificancias…

Tardó en responder a los llamados, había perdido el apetito.
Mientras Norma servía los ravioles, la observaba. Con sus manos diligentes ella misma se encargaba de agregarle al marido el queso en el plato, ya le conocía los gustos, después de tantos años…
Sin embargo él, allí sentado, tenía la impresión de que ignoraba muchas cosas.

Raquel Mizrahi

jueves, 19 de julio de 2012

Al abrigo


Juan José Saer
Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo. Por alguna razón --muerte, olvido, fuga precipitada, embargo-- el diario había quedado ahi, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez. Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, el la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario.El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido --un diario, o lo que fuese--, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata desimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidads a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido.
   Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que el tenía la costumbre de hurgar en sus cosas. Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones mas elementales que constituían su vida. O lo que el había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía mas inalcanzable que el arrabal del universo.

viernes, 13 de julio de 2012

Testigo silencioso

Se pinta los labios a la hora de la siesta con el lápiz que esconde  en el bolsillo de la blusa. Sus cortos dedos hacen el trabajo con torpeza.
Me gusta el contraste de esos ojos inocentes con la mueca de mujer que su boca ensaya.

Siempre está despeinada y se oculta el rostro con un mechón de pelo.
Sufro al ver cómo se lastima la cara, dejando esas marcas que trata de cubrir después sin mucho éxito.

La sombra celeste le ilumina los ojos. Elige una vincha que hace juego con el vestido.
La mirada le brilla y al contacto de sus labios siento celos, porque  sé que ese beso no es para mí.

Tiene el pelo corto y de otro color.
Casi no la reconozco con los ojos hinchados y esas profundas  ojeras que el maquillaje no logra disimular.

La mano le tiembla mientras se peina. Repite los movimientos una y otra vez. Saca el lápiz del bolsillo de la blusa y lo mira confundida. Su boca fruncida ensaya otra mueca y vuelve a ser niña.
Quisiera abrazarla, pero me conformo con guardar su imagen en mi memoria.

Raquel Mizrahi

domingo, 1 de julio de 2012

La excusa

Héctor se había retrasado más que otras veces y ya no le quedaban pretextos originales. Trabajo excesivo, congestión de tránsito, cambio de horario con su terapeuta…
Subió los escalones de dos en dos, y abrió la puerta.

Julia lo recibió con una sonrisa mientras se soplaba las uñas recién pintadas. Encontrarla ocupada en algo personal le alivió la mala conciencia; la había imaginado preparando la cena y esperaba un reproche por el atraso.
-Uh, perdoná la demora, pero cuando salía encontré a un ex compañero de la secundaria y me insistió para que tomáramos un café-dijo Héctor mientras apoyaba el portafolios evitando mirarla a los ojos.
-Llegás justo, el pollo está casi listo. Termino con esto y voy poniendo los platos- contestó Julia con voz neutra.
- Me ducho rápido y comemos, entonces.

Le resultó extraño su buen humor y que no lo hubiera interrogado como otras veces.
El alivio y la culpa se entremezclaban cuando abrió la ducha.
-¡No te apures, a esto le falta otro poquito!-le gritó ella desde la cocina mientras marcaba un número de teléfono-. Hola, podemos hablar tranquilos diez minutos más, ya te extrañaba…-su voz se había endulzado y era apenas un susurro.

Raquel Mizrahi