lunes, 14 de noviembre de 2011

La patada

Juan Germelli subió del subterráneo en la estación Pasteur, compró "El
Laborista", echó una ojeada al almacén de comestibles de la esquina
—¡pero mire que les da por comer cosas raras a estos rusos!— y
enderezó su acompasado taconeo por Pasteur derecho, rumbo a la
Facultad.
Lavalle, Tucumán, Viamonte, Córdoba, Paraguay.
Pensar que hace seis meses casi no conocía por ese barrio. ¡Pero ahora!
¡Como para no conocer! ¡ Como para no saberse casi de memoria el
nombre de todos los boliches de esas cinco cuadras!
El aire fresco de la mañana lo despejó del sueño. Entonces, el ritmo de
su paso se hizo más ágil y un tanto más canyengue y empezó a silbar un
tango audazmente desfigurado por trinos y firuletes.
—Córdoba. La que viene. Ahí está el Instituto de Neurología. ¿Qué
hora es? Las siete menos cuarto. Hoy voy a ser de los primeros.
Subió de un salto los tres escalones de la puerta y se fue derecho a mesa
de entradas. Saludó a la enfermera que, como ya lo conocía, le dio
número para el doctor Zabala Ruiz sin preguntarle nada. Número
cuatro. ¡No te digo! Hoy me voy temprano a casa.
Los pasillos del hospital ya estaban repletos de gente. Sentados, parados, recostados contra la pared, mujeres con pibes en la falda o en los
brazos. Juan los miró de reojo mientras se dirigía al consultorio del
doctor Zabala Ruiz por el pasillo de la izquierda.
Llegó a la puerta, en cuya parte superior y sobre un rectángulo de
vidrio esmerilado se veía escrito con letras azules: Electroterapia. El
único banco del estrecho pasillo ya estaba ocupado por esa señora que
viene con el pibe de Mataderos, otras dos mujeres que no conocía y el
viejito español de la operación en la cabeza.
—Buen día, señora. Vamos a tener un día bravo, ¿eh?
Y Juan se acomodó contra la pared, observando concienzudamente el
labrado de sus zapatos negros. La señora de Mataderos lo miraba con
ganas de conversar. Muy gaucha esa señora; cuando Juan vino por
primera vez al Instituto, ella ya hacía tiempo que se hacía este viajecito
desde Mataderos, tres veces por semana, con el pibe de cuatro años en
los brazos. Parálisis infantil. Juan recuerda aquella mañana que
jugando con el pibe —un morocho delgadito, de ojos muy
vivarachos— entró en conversación.
Recuerda cuando la señora le contó, detenidamente, como hacían
todos, la aparición de la enfermedad. —Un resfrío, sabe, nada más que un resfrío. El siempre fue muy sanito.
Y un poco de fiebre, eso, apenas un poco de fiebre y nada más. Y un
buen día, las dos piernitas flojas, así como ahora. ¡Lo hemos llevado de
tantos médicos! ¡Usted no sabe!
Y recuerda cuando a su turno él también contó lo suyo. Le gustaba
hablarle a esa señora que lo escuchaba con una atención seria y
concentrada.
—Parálisis del nervio cubital, ¿sabe? Es el nervio que viene por aquí.
Toda esta parte de la mano, ¿ve?, uno ni la puede mover. Un accidente,
claro. Y Juan le contó con detalles lo del accidente, exagerando aquí,
simplificando allá, acompañándose con justos ademanes, en un deseo
inconsciente de dar mayor vida a su relato o hacerlo más importante.
—Yo venía por Nazca. Como quien va para el centro, ¿no? Iba con la
bici y llevaba dos caños de una pulgada al hombro. Bueno, llego a José
Cubas, lo más tranquilo, ¡mayo qué iba a pensar! Y ¡zás!, un camión
con acoplado que se me viene encima. Yo me pude esquivar, pero los
caños pegaron en el acoplado y me tiraron al diablo. De la fractura curé
bastante rápido y la herida casi ni se nota, ¿ve?
Y Juan, con su gesto habitual, se remangó parsimoniosamente el brazo,
desabrochó el puño de la camisa y con el índice de la mano izquierda
siguió el serpenteo rosáceo de su cicatriz.
Después, mientras se abrochaba el puño y daba unos tironcitos cortos a
la manga para volverla a su sitio, dijo muy serio y casi como si hablara
consigo mismo:
—Y ahora, ahí tiene, parálisis del nervio cubital.
Recuerda cómo la señora le preguntó con sincera curiosidad por su
trabajo, y entonces Juan, ingenuamente, simplemente, le fue contando
todo su gran problema.
—¿Mi trabajo? Yo soy tornero, ¿sabe? Antes trabajaba en una fábrica.
Pero ahora trabajo por mi cuenta. ¡Mire si no es andar con yeta!
Cuando me agarró el acoplado hacía tres meses justos que trabajaba
por mi cuenta. Tres meses justos que había comprado el tornito
mecánico. Un tornito flor, muy buena marca; lo compré a plazos, claro,
y lo pensaba pagar con el trabajo. Y ahora, ¡como para trabajar con esta
mano! Algo se puede hacer, pero muy poco. Diga que alguna plata
tenía ahorrada y lo pude seguir pagando. ¡A duras penas, pero lo seguí
pagando hasta el mes pasado, que si no! Pero ahora no sé cómo me voy
a arreglar. Para peor el tiempo que uno podía aprovechar en ir haciendo
algo, tiene que perderlo así, ¿ve?, con estos plantones que uno se agarra
cada vez que viene para el tratamiento eléctrico.
Las ocho y media; el pasillo se va llenando cada vez más. Juan oye al
viejito español de la operación en la cabeza contar las alternativas de su
enfermedad y su famosa operación. Sólo escucha algunas palabras
aisladas que son las mismas de siempre y, después, a su lado, el
infaltable comentario.
—Sí, tenía un tumor en el cerebro. Una operación muy difícil. Lo operó
el doctor Martínez. Es jovencito, ¡pero tiene una mano!
Hace calor. Juan, que ya ha leído el diario, camina a lo largo del pasillo
hasta el hall de entrada. Dos enfermeras chacotean con ese empleado
que una vez le hizo apagar el cigarrillo; un pibe llora
desconsoladamente en los brazos del padre que lo pasea. Pasa un médico y una mujer sale del grupo en que se encontraba para correr
detrás de él; al fin lo alcanza cuando está por entrar a una sala; no
escucha a la mujer, pero observa su mirada anhelante, su gesto en
tensión; toda ella parece una pregunta, una sola pregunta. Ve cómo el
médico la palmea confianzudamente y escucha un sonoro y
pretendidamente paternal "mijita", que resuena durante un momento en
todo el hospital.
Juan vuelve a su puesto detrás de la puerta con letras azules. Llega
alguien y le pregunta por el doctor Zabala Ruiz. Él, como viejo de la
casa, informa con detalles.
—Sí, es aquí. Tendría que venir a las nueve, pero nunca empieza a
atender antes de las diez y media. Usted tiene que venir a sacar número
más temprano; después de las ocho no dan más números. No, ¡y sin
número no lo va a atender! —Busca la confirmación de sus palabras en
los cuatro o cinco que tiene más cerca y la opinión es unánime:
—Sin número no lo va a atender. —El hombre se va, y entre los que
quedan se inicia una conversación.
Conversar. Eso es lo único que se puede hacer allí.
Conversar de cualquier cosa. Conversaciones en voz baja, como las de
los velorios, cortadas de súbito por el paso de un médico o de una
enfermera. Conversaciones interminables en las que cada uno esconde
su nerviosidad, su miedo, su aburrimiento.
El calor se hace sofocante. Juan se abanica con el diario, como hacen
todos. Se siente medio mareado. De hambre, de cansancio, de estar allí
esperando, esperando siempre, en ese pasillo lleno de hombres y
mujeres cansados y aburridos como él.
Le había dicho a Nélida que iba a ir más temprano. Sí, temprano, ¡estoy
listo que voy a ir temprano! Pobre Nélida. ¡Qué changa se fue a agarrar
cuando se casó conmigo! Recuerda aquella mañana cuando en el
camioncito de su cuñado trajeron el tornito flamante. ¡Qué contenta
estaba Nélida! ¡Y eso que ni la miraban cuando les alcanzaba el mate,
de puro emberretinados que estaban con el nuevo chiche! ¡Pobre
petisa! ¡Quién le iba a decir que tendría que volver a la fábrica! ¡Si me
da una bronca!
Y Juan se descubrió dando un puñetazo contra la pared del pasillo. Para
disimular se fue de nuevo hacia el hall, como si fuera a mirar la hora.
—Diez menos cuarto. ¿Por qué no vendrá más temprano este coso?
Eso es lo que yo quisiera saber.
Pasó frente a un espejo y casi sin darse cuenta se quedó mirándose. Se
tocó la barba, que no se había afeitado en dos días, la cara demacrada,
ojeroso, la frente transpirada, el traje arrugado... ¡Qué pinta de croto!
Justo como para hacer de croto en una película.
Una enfermera de trasero imponente pasó al lado suyo protestando a
los gritos, y desapareció en una sala dando un tremendo portazo.
Juan seguía elucubrando. —Bueno, pero yo no soy el único que tiene
pinta de croto. Si uno se pone a mirar a la gente. Aquel que está al lado
de la columna, aquellos sentados en la escalera. Los únicos que no
tienen pinta de croto, al final son los de guardapolvo blanco. Las diez menos cinco. Y yo que podía estar haciendo algo en casa. La
fábrica de bicicletas me pidió cuarenta pedales para fin de mes. Claro
que no los voy a poder hacer todos. Pero al menos, los pocos que haga
son unos pesos más que entran...
Juan, que vio cómo se llevaban a una mujer descompuesta, volvió a
sentirse mareado, le transpiraban las manos. Se sentía mal —en serio
que se sentía mal—. Para tranquilizarse se puso a releer la página de
deportes, artículo por artículo. Cuando terminó llevó maquinalmente la
vista hacia el gran reloj de la entrada. Las diez y trece minutos.
Juan veía todo como lejano y borroso. El murmullo apagado del hospital, el vaivén incesante de diarios y sombreros usados como abanicos,
la conversación de piso a piso y a los gritos entre dos enfermeras, el
paso olímpico y silencioso de algún médico, todo se perdía en medio de
esa niebla cálida que lo envolvía.
Dio un cabezazo como para disipar el sueño y siguió caminando por el
hall. Justo al pasar frente al espejo estaba bostezando y eso le dio risa.
—Qué pinta de croto— repitió entre dientes y se encaminó de nuevo al
consultorio del doctor Zabala Ruiz.
En la pared no había ni lugar para apoyarse y se quedó ahí parado,
mirándose los zapatos y contando por centésima vez los agujeritos del
labrado.
La mujer de Mataderos tenía al pibe dormidito en la falda y lo abanicaba con papel. ¡Pobre señora, los líos que debía tener en la casa! Sabía
que tenía otro hijo más chico, al que dejaba con una vecina, y que su
marido (metalúrgico o ferroviario, no se acuerda bien) llegaba a
mediodía con el tiempo contado para calentarse la comida y salir de
nuevo al trabajo.
Juan tiene ganas de hablarle, de consolarla —qué sé yo—, pero se
siente raro, como incapaz de decir y hacer cosas sensatas.
Un enfermero pasa golpeando las manos y grita: —¡Dejen el pasillo
libre, por favor!— Todos y Juan entre ellos se arriman lo más que
pueden contra la pared, durante unos segundos, hasta que el enfermero
se va.
Humillado. Esa es la palabra, se siente humillado.
Qué saben éstos todo lo que el tiempo significa para él, para esa señora,
para todos los que están allí esperando desde hace cuatro horas, achicados y humillados como él. A ver, ¿por qué hay que sacar número
antes de las ocho si el doctor aparece a las diez y media? A ver, ¿por
qué? ¿Por qué lo menosprecian así? ¿Por qué no entienden nada estos
tipos? ¿Por qué lo tutean? Eso, ¿por qué tutean los médicos a todo el
mundo como si estuvieran hablando con criaturas o con perritos? ¡Le
da una rabia cuando lo tutean!
¡Y este calor! ¿Por qué los médicos parecen todos limpios y fresquitos
como si recién salieran del baño, como si jamás hubieran tenido que
pasarse una mañana de pie frente a la puerta de un consultorio de
hospital, como si todos los problemas del mundo resbalaran impotentes
sobre sus biabas de gomina y sobre sus cuellos inmaculados?
¡Qué calor! Juan se da cuenta que está pensando pavadas. El hambre
quizás. O el calor. ¡Porque hace un calor! De pronto mira hacia el extremo del pasillo y ve que se acerca un
médico. No, por lo jovencito más bien parece un practicante. Es alto,
grueso, impecable. El guardapolvo pulcramente almidonado y aun
desprendido —es evidente que acaba de llegar— ondula con la gracia
de un peplo. Camina a pasitos cortos y mirándose los botones del puño
que se viene prendiendo con elegante negligencia. El cigarrillo que
cuelga de sus labios inunda el pasillo con un aroma nuevo y agradable.
Un Dios eso es lo que parece—, un Dios homérico, marchando
incontaminado y etéreo sobre las miserias de los mortales.
Ahora lo tiene de espaldas, ahí a dos pasos. Los pliegues del guardapolvo se mueven como invitándolo y Juan ya no sabe lo que hace...
Una patada. Una patada irreprochable se estampa una cuarta por
debajo del almidonado cinturón del médico. Una patada, no con la
punta del pie, no de puntín, digamos, sino con todo, con punta, planta y
talón, con todo el pie, con toda la rabia, con toda la humillación
juntada en esos meses de hospital, con todos los viajes desde
Mataderos de esa pobre mujer que lo mira asustada, con toda la fuerza
de su ser manoseado, empobrecido en esas esperas absurdas. Una
patada, en fin, de esas que sólo se ven en los sueños y en los dibujos de
las historietas: olímpica y perfecta.
El médico, rojo de asombro primero y luego de, santa indignación, se
levantó del suelo como para echársele encima.
Juan lo vio, percibió el remolinear de la gente en torno suyo, oyó una
voz pidiendo socorro y en cuatro zancadas se escurrió por el pasillo en
busca de la salida. Bajó de un salto los escalones de la puerta y a paso
rápido tomó por Pasteur.
El corazón le latía con fuerza. Al llegar a Córdoba y ver que nadie lo
seguía, disminuyó el ritmo de su marcha. Su taconeo resonaba nítido y
alegre por las veredas de los boliches que ahora lo saludaban como
viejos amigos.
En Lavalle se paró frente a un quiosco, en donde un viejito judío despachaba cigarrillos. —¿Me da un Particulares livianos, abuelo?
Y después, marcando su paso con un taconeo más canyengue que
nunca y silbando un tango audazmente desfigurado por trinos y
firuletes, se coló por la escalera del subte, rumbo a Villa Devoto.

Humberto Constantini

martes, 1 de noviembre de 2011

Primer día

Sábanas blancas en un ropero
Sábanas rojas en un lecho
Un niño en la madre
El padre en el pasillo
El pasillo en la casa
La casa en la ciudad
La ciudad en la noche
La muerte en un grito
Y el niño en la vida

Jacques Prévert

domingo, 10 de julio de 2011

Instrucciones para buscar aventuras

Se puede afirmar, sin temor a la indignación de los sabios, que en los tiempos que corren es cada vez más improbable tropezar con la aventura.

Lo imprevisto, lo extraño, lo misterioso, no sucede nunca.

Curiosamente, parecen existir muchísimas personas con espíritu aventurero. Todos los días conversa uno con señores que desean vivamente una vida más interesamte y un teatro de aconteciemientos más rico y más amplio.

Esta gente sale de su casa cada mañana esperando que algo ocurra y buscando, como decía Whitman, "algo pernicioso y temible, algo incompatible con una vida mezquina, algo desconocido, algo absorbente, desprendido de su anclaje y bogando en libertad".

Pero la búsqueda es siempre inútil y casi todos los hombres, en el ocaso de sus vidas, confiesan que no han vivido jamás una aventura.

¿Dónde están - se pregunta uno - las doncellas atormentadas por un gigante que desde la torre de algún castillo esperan nuestra intervención salvadora?

En ninguna parte. Ya no quedan gigantes, ni castillos, ni - mucho menos - doncellas.

La actual civilización parece pensada para evitar las aventuras. Porque en realidad la aventura es el riesgo. Y nadie quiere arriesgarse.

Siendo la seguridad un valor cuya admiración se promueve de continuo, es inevitable que la mayor parte del esfuerzo tecnológico que se realiza esté destinado a evitar sucesos imprevistos. Las cerraduras Yale, los despertadores, los semáforos, las píldoras anticonceptivas, las alarmas, los preservativos, los cierres de cremallera, las agendas, los paracaídas. Todos estos inventos alejan el sobresalto.

Naturalmente, siempre queda alguna grieta como para que se introduzca lo extraordinario. Pero no es suficiente. Para demostrarlo, vale la pena realizar una sencilla experiencia: pidamos a nuestros conocidos que refieran los hechos más curiosos que han vivido. Los resultados serán entre aburidos y penosos.

Alguien quedó encerrado en el ascensor durante una hora. Otro dice haber ganado un jarrón en una kermese. Un tercero obtuvo un boleto capicúa.

Se trata de aventuras miserables.

Los griegos pensaban que las cosas ocurrían sólo para que los hombres pudieran contarlas luego. Si esto es cierto, el futuro de nuestras conversaciones es poco prometedor. ¿Qué les contaremos a nuestros nietos? ¿Que una vez vimos un choque? ¿Que se nos reventó un sifón? Pobre será la épica que surja de estos modestos cataclismos.

El aventurero actual ha aprendido a contentarse con sombras de emoción. La televisión y el cine son sus melancólicos proveedores de asombro.

Chesterton había inventado una solución genial: la Agencia de Aventuras.

Era una empresa que atendía a los caballeros que experimentaban el deseo de una vida variada.

Mediante la satisfacción de una suma anual, el cliente se veía rodeado de acontecimientos fantásticos y sorprendentes provocados por la Agencia.

El hombre salía de su casa y se le acercaba un chino excitadísimo quien le aseguraba que existía un complot contra su vida. Si tomaba un coche, era conducido al Barrio del Invierno, donde cunden las riñas, los marineros egipcios y las mujeres peligrosas. Gracias a esta eficiente organización, el aventurero se veía obligado a saltar tapias, pelear con extraños o a huir de desconocidos perseguidores.

Pero la realidad, aún cuando ha sido capaz de depararnos empresas tan absurdas como las que investigan mercados o gestionan transferencias de automóviles, no nos ha brindado una Agencia de Aventuras.

¿Qué puede hacerse entonces?

Pues hay que actuar. No podemos pensar que las aventuras vendrán a nosotros. De nada sirve esperar lo imprevisto mirando vidrieras o sentados en el umbral. Es necesario que uno mismo provoque sucesos extraordinarios.

Para demostrar que esto es posible, abandonaremos las anchas avenidas de los Enunciados Generales para ingresar en el Laberinto de los Ejemplos Concretos. Para decirlo de una vez, nos proponemos impartir instrucciones precisas para vivir aventuras.

Aventura de la mujer rubia

Antes de comenzar a vivir este episodio, usted debe elegir a una mujer rubia. Desde luego, es preferible que sea hermosa. Y desconocida.

Una vez que usted se haya decidido por una rubia determinada, comience a seguirla. Pero, atención. No se trata de escoltarla durante un par de cuadras murmurándole frases ingeniosas. Hay que seguirla silenciosamente y en forma perpetua. Hasta su casa. Hasta su trabajo. Hasta donde fuere necesario.

Esto no debe interrumpirse jamás. Cada vez que ella entre en un edificio, usted deberá permanecer afuera esperando su salida.

No hay que disimular. La idea es que la mujer rubia advierta cabalmente que usted la está siguiendo. Esto la pondrá muy nerviosa y hasta es probable que llame al vigilante.

Pasarán días, semanas, y tal vez meses. Usted se convertirá en una sombra familiar y silencionsa. Si la mujer rubia tiene novio, no abandone la empresa. Después de todo, usted solamente quiere que algo ocurra. Y tarde o temprano algo ocurrirá.

Aventura del timbre que suena en la noche

Usted camina por una calle oscura. Son las cuatro de la mañana. Tal vez llueve. De pronto, frente a una casa cualquiera, usted resuelve tocar el timbre. Pasan los minutos. Usted vuelve a tocar. Un hombre consternado abre la puerta.

-¿Qué ocurre? - pregunta.

- Ando en busca de una aventura - contesta usted.

Aventura de la novia perdida

Un día usted resuelve encontrar a su Primera Novia.

Si usted ha tenido el descaro de casarrse con ella, es evidente que la cosa no constituye una aventura sino una fatalidad.

Pero supongamos que usted no la ve desde hace veinte años. No sabe qué ha sido de ella. Apenas recuerda su nombre y su cara ha tomado ya la forma de los sueños y el recuerdo.

Usted hace averiguacions. Indaga entre quienes la han conocido. Investiga en los lugares en los que ella trabajó o estudió. Recorre calles al acaso, cree reconocerla dos o tres veces. Alguien le pasa un dato cierto.

Mientras todo esto ocurre, usted se vuelve a enamorar de la Primera Novia y sueña todas las noches con ella, como solía hacer veinte años atrás.

Un día usted descubre su paradero. Sabe exactamente dónde encontrarla. Tiene la dirección, el número de su teléfono y conoce los horarios en que es apropiado llegar a ella.

Usted piensa que la aventura ya puede conmenzar, pero en realidad es aquí donde debe terminar.

Aventura del túnel que va a cualquier parte

Usted y un grupo de amigos aventureros comienzan a excavar un túnel en el fondo de una casa, que puede ser la suya.

La tarea deberá acometerse con el mayor vigor.

Durante la excavación se irán descubriendo objetos extraños, tales como huesos, cascotes, tapitas de cerveza, zapatillas fósiles y antiguos pozos ciegos.

El trabajo durará meses y meses. Durante ese lapso surgirá una deliciosa camaradería entre los integrantes del grupo. Es muy probable que todos sean despedidos de sus trabajos habituales, en razón de inasistencias, la impuntualidad y la suciedad, inevitables cuando un excava un túnel. Por las mismas razones, los que tuvieren novia serán abandonados.

Así las cosas, la única preocupación del grupo será cavar y cavar. Un día cualquiera, cuando el túnel ya tenga una extensión considerable, se comenzará a cavar hacia la superficie. Y aquí viene el momento fundamental de la aventura. ¿Dónde aparecerán los viajeros subterráneos? ¿En el hall de una casa habitada por señoritas solteras? ¿En una panadería? ¿En un convento?

Hay otras aventuras posibles: la del que se embarca en un carguero sueco, la del viaje subterráneo a través del arroyo Maldonado, la del que investiga a los mendigos para descubrir que son ricos, la del que se mete en el baño de damas, la del que se agacha a ver por qué no explota el cohete... Hay que elegir.

Salgamos de una vez. Salgamos a buscar camorra, a defender causas nobles, a recobrar tiempos olvidados, a despilfarrar lo que hemos ahorrado, a luchar por amores imposibles. A que nos peguen, a que nos derroten, a que nos traicionen.

Cualquier cosa es preferible a esa mediocridad eficiente, a esa miserable resignación que algunos llaman madurez.

Alejandro Dolina

sábado, 2 de julio de 2011

Espantapájaros. Oliverio Girondo

Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.

Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de familia.

¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de compostura!

¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!

Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se producen a cada instante.

Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente.

Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de ciudadano, y no contento de enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio.

De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos nuevamente.

Aunque parezca mentira -esas humillaciones- ese continuo estruendo resulta mil veces preferibles a los momentos de calma y de silencio.

Por lo común, éstos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una asperosidad a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya se va a extinguir, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para siempre.

¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir...!




Fuente: GIRONDO, OVERIO, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. Calcomanías. Espantapájaros. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1966 (págs. 88-89)

PERDIDA Y RECUPERACIÓN DEL PELO - Julio Cortázar







Para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles, mi primo el mayor propugna el procedimiento de sacarse un buen pelo de la cabeza, hacerle un nudo en el medio, y dejarlo caer suavemente por el agujero del lavabo. Si este pelo se engancha en la rejilla que suele cundir en dichos agujeros, bastará abrir un poco la canilla para que se pierda de vista.

Sin malgastar un instante, hay que iniciar la tarea de recuperación del pelo. La primera operación se reduce a desmontar el sifón del lavabo para ver si el pelo se ha enganchado en alguna del las rugosidades del caño. Si no se lo encuentra, hay que poner en descubierto el tramo de caño que va del sifón a la cañería de desagüe principal. Es seguro que en esta parte aparecerán muchos pelos, y habrá que contar con la ayuda del resto de la familia para examinarlos uno a uno en busca del nudo. Si no aparece, se planteará el interesante problema de romper la cañería hasta la planta baja, pero esto significa un esfuerzo mayor, pues durante ocho o diez años habrá que trabajar en algún ministerio o casa de comercio para reunir el dinero que permita comprar los cuatro departamentos situados debajo del de mi primo el mayor, todo ello con la desventaja extraordinaria de que mientras se trabaja durante esos ocho o diez años no se podrá evitar la penosa sensación de que el pelo ya no está en la cañería, y que sólo por una remota casualidad permanece enganchado en alguna saliente herrumbrada del caño.

Llegará el día en que podamos romper los caños de todos los departamentos, y durante meses viviremos rodeados de palanganas y otros recipientes llenos de pelos mojados, así como de asistentes y mendigos a los que pagaremos generosamente para que lo busquen, separen, clasifiquen y nos traigan los pelos posibles a fin de alcanzar la deseada certidumbre. Si el pelo no aparece, entraremos en una etapa mucho más vaga y complicada, porque el tramo siguiente nos lleva a las cloacas mayores de la ciudad. Luego de comprar un traje especial, aprenderemos a deslizarnos por las alcantarillas a altas horas de la noche, armados de una linterna poderosa y una máscara de oxígeno, y exploraremos las galerías menores y mayores, ayudados si es posible por individuos del hampa con quienes habremos trabado relación y a los que tendremos que dar gran parte del dinero que de día ganamos en un ministerio o casa de comercio.

Con mucha frecuencia tendremos la impresión de haber llegado al término de la tarea, porque encontraremos (o nos traerán) pelos semejantes al que buscamos; pero como no se sabe de ningún caso en que un pelo tenga un nudo en el medio sin intervención de mano humana, acabaremos casi siempre por comprobar que el nudo en cuestión es un simple engrosamiento del calibre del pelo (aunque tampoco sabemos de ningún caso parecido) o un depósito de algún silicato u óxido cualquiera producido por una larga permanencia contra una superficie húmeda. Es probable que avancemos así por diversos tramos de cañerías menores y mayores, hasta llegar a ese sitio donde ya nadie se decidiría a penetrar: el caño maestro enfilado en dirección al río, la reunión torrentosa de los detritus en la que ningún dinero, ninguna barca, ningún soborno nos permitirán continuar la búsqueda.

Pero antes de eso, y quizá mucho antes, por ejemplo a pocos centímetros de la boca del lavabo, a la altura del departamento del segundo piso, o en la primera cañería subterránea, puede suceder que encontremos el pelo. Basta pensar en la alegría que eso nos produciría, en el asombrado cálculo de los esfuerzos ahorrados por pura buena suerte, para justificar, para escoger, para exigir prácticamente una tarea semejante, que todo maestro consciente debería aconsejar a sus alumnos desde la más tierna infancia, en vez de secarles el alma con la regla de tres compuesta o las tristezas de Cancha Rayada.

jueves, 28 de abril de 2011

Inspiración. Roberto Fontanarrosa

Les dejo el texto de nuestra próxima lectura.Según el profe Julio Vinci, ningún texto es "ingenuo" así que veremos que se trae...

Desde el momento en que Nacha entró al Dory se supo que llegaba con una noticia importante. Ya desde la puerta se acercó a la mesa agitando en el aire la regordeta mano libre (la otra la tenía ocupada con unas carpetas) anunciando así al Negro, Manuel, Coca, Cacho y una flaquita de rulitos recién integrada al grupo, que no veía el momento de aproximarse para lanzar la primicia.
- Armando vendió su obra de teatro- anunció, radiante, aún antes de sentarse-. Acabo de hablar con él por teléfono.
- No jodás – apartó el Negro la vista del menú, que ya sabía de memoria, para prestarle atención.
- ¿Qué obra?- se extrañó Manuel.
- No jodás – apartó el Negro la vista del menú, que ya sabía de memoria, para prestarle atención.
- ¿Qué obra?- se extrañó Manuel.
- La obra- casi se escandalizó Nacha por la pregunta.- Una de sus obras de teatro.
- ¿Hace teatro también? – lo de Manuel fue algo agresivo.
- Pero eso no es todo – desestimó la indirecta, Nacha. - ¡ Escuchen bien a quién se la vendió!
- ¿A quien se la vendió? – se entusismó Coca.
- Escuchen...Escuchá Cacho, vos... – dijo la gorda. Cacho había retornado a su aparte privado en la punta de la mesa con la flaquita de rulos.- ¡Se la vendió a Gerardo Postiglione!
Esta vez sí la expresión de sorpresa fue general, incluso Cacho miró por un instante a Nacha.
- ¡A la puta! ¿Y cómo hizo? – El Negro se rascó la barba.
- Mirá – informó Nacha - ¡Qué se yo cómo hizo! Pero vos viste cómo es Armando... ¡Ahora viene, ahora viene, me dijo que se venía para acá! ¡Si yo tampoco sé nada, lo único que me dijo por teléfono fue eso!
- ¡Ay, cómo debe estar! – se tocó la mejilla Coca.
- ¡Mirá – supuso Nacha – debe estar más delirado que nunca!
Y era así, nomás. Apenas 10 minutos más tarde cuando ya el Dory estaba bastante lleno, Armando abrió la puerta enérgicamente, la cerró, se paró dando el frente al salón y con una sonrisa de oreja a oreja, los brazos en alto al estilo de los triunfadores boxísticos, agradeció el aplauso que rompió desde la mesa de la barra, una de las del fondo, a la cual se había unido también el Buchi, llegado después.
Así, con los brazos en alto, a pasos largos y acompasados, sin clausurar su sonrisa majestuosa, fue sorteando las mesas desde donde lo miraban de reojo comensales entre divertidos y acostumbrados a esa fauna algo extraña del boliche. Tuvo que eludir también a Chichín que medio encorvado cruzó su camino con una napolitana con fritas y que le dijo al pasar:
- ¿Qué hacés, Chichín? Te parecés a Perón.- Chichín le decía a todos “Chichín”, por eso le decían Chichín.
Otros diez minutos después Armando estaba sentado ya a la mesa, había pedido un conejito a la cazadora que según Pepe, otro de los dueños, estaba “una cosa de locos” y magnetizaba la atención de la mesa.
- El asunto vino por el viejo – explicó – El miércoles me llamó desde Buenos Aires a donde había ido a vender unos novillos. Vos sabés que el viejo es muy amigote de este Postiglione, el Gerardo...
- ¿Y de dónde lo conoce? – preguntó Manuel.
- Qué sé yo. Pero vos viste que el viejo conoce a Dios y María Santísima. Seguro que son amigotes de algún boliche. El viejo cuando baja a Buenos Aires, como él dice, se flagela ahí en Le Privé, del negro Molinari, y ahí lo debe haber conocido a este otro, el Gerardo...
- Gente de la noche – subrayó Buchi.
- Lógico – aprobó Armando.- Mi viejo: baqueano de la noche porteña. Baqueano de las estrellas. Guía espiritual del reviente cosmopolita.
- ¡Ay, qué hermoso! – festejó la definición Nacha apoyándose en el brazo de Armando y mirando a los demás como refrendando el acierto.
- La cosa es que el Viejo me llama y me dice: “Armandito, he estado hablando con Postiglione y yo le dije que vos (por mí) estabas muy pero muy interesado en hablar seriamente con él” cosa que es una flagrante mentira porque yo en la puta vida le he dispensado dos minutos de mi pensamiento a ese caballero Postiglione, ni lo conozco...pero, en fin. No te la hago larga, el viejo le habló al Gerardo y le contó maravillas sobre su hijito mayor, debían estar bastante en pedo ya a esa altura, me imagino, y le dijo que yo escribiendo obras de teatro, revista o vodevil era algo así como una mezcla de Bertolt Brecht y Neil Simon.
- ¡Que es verdad! – afirmó Nacha.
- Y lo que son las casualidades – siguió Armando, ya algo impermeable a los elogios de la gorda – el Gerardo Postiglione tenía que venir a Rosario.
- ¡No me digas! – dijeron varios.
- Tenía que venir para Rosario. El importante empresario y productor de nuestra farándula artística debía venir a la Capital de los Cereales a ver si contrataba la sala del Astengo para un recital de no sé quién, no sé qué pajería tenía que traer...no importa...qué sé yo.
- ¿Y lo viste? – no aguantó la ansiedad Coca.
- Esta misma tarde – el curvado dedo índice de Armando golpeteó sobre la mesa.
- ¿Esta tarde?
- Vengo de estar con ese sujeto.
Hubo exclamaciones, grandes alaridos de aprobación, salvo en la punta más distante donde Cacho continuaba su diálogo privado con la de rulos.
- ¡Contá, contá!
- Ché...¿Y cómo es el tipo?
- Por partes – controló Armando la conmoción.- Bueno, la pinta...la pinta es, bueno...la que se ve en las revistas...Bastante de cuarta el pobre Gerardo...y él...Bueno, él: un chanta. Un chanta de categoría, nivel Buenos Aires, pero esperá que les cuento...
- Si, dale – urgió Manuel – Contá primero la charla.
- Lo voy a ver al hotel. En el Majestic el tipo. Y me recibe en el bar, abajo. Canchero, hombre canchero, hecho al mundillo de las estrellas. Y me dice que un par de autores – no me quiso decir los nombres, los preservó del escarnio – lo habían colgado con una pieza. Y que él necesitaba dentro de cinco días, a más tardar, arrancar con los ensayos y la preparación y la escenografía y las pelotas, de un espectáculo musical, que le tenía prometido y contratado al Ópera.
- ¿Cinco días?
- Cinco días. Y yo le dije que muy bien, ningún problema. Que yo tenía escrita una pieza sensacional, formidable, prácticamente lista, que no me había preocupado en terminar hasta ahora porque había estado tratando de terminar mi serie de pinturas y además porque no veía a nadie con mayores posibilidades de ponerla en escena. Pero que él era indudablemente un tipo solvente y que yo no tenía inconveniente, dentro de cuatro días, en presentarle la pìeza terminada.
- ¿Y vos la tenés terminada? – preguntó Buchi. Armando hizo un gesto como restando importancia al asunto.
- Me preguntó si yo antes había escrito alguna cosa – siguió Armando – y yo le conté que con Luppi habíamos estado charlando de una puesta... – giró hacia Nacha buscando un testigo - ¿Te acordás cuando vino Federico a casa y estuvimos charlando de...? – Nacha aprobó enérgicamente con la cabeza, la boca llena de milanesa de pollo, feliz de la complicidad del recuerdo -...bueno...Y que después...
- Luppi estaba encantado – logró decir Nacha.
- Enloquecido – sumó Armando – Y que después Federico me llamó desde Buenos Aires para decirme que largaba con “Convivencia” y buen... El Gerardo me dijo que la palabra del viejo, para él era suficiente, mirá vos y quedamos en que en cuatro días él vuelve a Rosario y yo le entrego la pieza...
- ¿Él vuelve para hablar con vos? – se asombró Coca.
- Sí, m´hijita, vuelve a hablar conmigo. De paso viene a cerrar el contrato con el Astengo pero viene a hablar conmigo...Porque me dice, ché, me dice – Armando estiró el brazo y palmeó el centro de la mesa reclamando una atención que ya tenía salvo en el flanco dominado por Cacho y la rulienta – me dice:”Yo tengo que tener lo antes posible el libreto para largar con la escenografía. Tengo que, ya, comprometer al escenógrafo”. Y ahí lo cagué pero lo cagué lo cagué...le digo:”No se preocupe por la escenografía porque yo ya le doy solucionada toda la escenografía y no tiene que andar preocupándose por eso”...!Se quedó!
- No me digas que le dijiste eso! – lo reprendió amistosamente Nacha.
- Y sobre el pucho lo remacho: “Y las letras de las canciones también las paso yo”...Si vieran los ojos del Gerardo, una lechuza parecía.
Hubo una serie de comentarios entre golpetear de vasos, movimiento de platos y un cierto retorno de la atención sobre la comida, algo dejada de lado ante lo especial de la noche.
- ¡Pero mirá si yo voy a permitir meter tantas manos ajenas en una obra mía! – se ofuscó Armando, herido.


Una hora después estaban en el bar del Riviera. Armando había dictaminado que aquello había que festejarlo y que la ocasión bien valía unos wiskies en algún lugar elegante, mundano. Después de todo, caminando eran apenas unas siete cuadras. Algunos no se anotaron. Cacho porque partió con la rulienta con rumbo desconocido, Manuel porque se negó a compartir celebración con la clase social que frecuentaba el bar del Riviera, y Roberto porque al día siguiente se tenía que levantar temprano y sabía que las sobremesas de Armando solían estirarse hasta la madrugada.
Nacha, tras catalogar de amargados y aburridos a los desertores, se colgó del brazo de Armando todo el trayecto, en tanto Buchi, junto a Coca, caminaba del lado de la pared, los cuatro a buen paso porque hacía un frío considerable.

- Ché, Armando – dijo Buchi - ¿Y tenés que hacerle muchas correcciones a la obra?
Armando hizo girar el hielo dentro del vaso de whisky y adelantó el torso sobre la mesa ratona que estaba entre los sillones. La excitación inicial había pasado y Armando se hallaba más reconcentrado y reflexivo.
- Mirá – dijo – La verdad que no la tengo ni escrita.
Los ojos de la gorda Nacha se hicieron más redondos. Buchi también sintió el impacto. Armando hizo girar su mano derecha frente a sus ojos como disipando una niebla.
- Tengo una idea...Más o menos...Algo vaga...
- Pero... – se alarmó Nacha - ¡Tenés cuatro días nada más!
- ¿Y...?¿Y...? – se encogió de hombros Armando – Si esto es...¿sabés?... – hizo chasquear los dedos pulgar y grande de su mano derecha junto a su oreja – Así. Un segundo...Un segundo...
- Bueno...no sé...Vos sabrás – pareció conformarse Nacha.
- Por favor – restó importancia a la cosa Armando.- ¿Querés otro whisky? – preguntó a Buchi. Buchi aprobó con la cabeza. Estaba entrando en su silencio alcohólico.


Cuando salieron a la calle eran casi las dos de la mañana y hacía un frío cortante. Hubo saltitos en la vereda de calle San Lorenzo, castañeteo de dientes y puteadas graciosas. Armando, en cambio, terminó de pagar la mesa e impulsado por el envión etílico salió a la calle tras el grupo, a los gritos, aspirando hondamente el aire helado, ampliando el pecho, cerrando los puños.
- ¡Esto es bueno, vivificante! – gritó. Coca se había apretujado con el Buchi y la gorda buscaba meterse bajo el brazo de Armando.
- Esperá, Gorda, largá – la apartó éste.- Esperá que me saco esto – y comenzó a quitarse el saco ante las carcajadas asombradas de las mujeres y la mirada ya bovina de Buchi.- ¡Hay que llenarse de este aire marino y salobre de Rosario!!Esto es salud! ¡Y los pantalones también! – subrayó el anuncio comenzando a desabrocharse el cinturón.
- ¡Ah, qué loco! – Aulló Nacha.
- ¡No ché...! – se alarmó entre risas Coca. El frío hizo recapacitar a Armando. Se abrochó de nuevo, se calzó el saco y se lanzó sobre Nacha y Coca cobijando a ambas bajo sus brazos. Empezaron a caminar hacia Corrientes.
- Es así, Coquita, es así – exclamó de inmediato. El whisky le había devuelto su habitual euforia.- ¡La inspiración es una cosa divina, celestial, una cosa... un rayo que ilumina al artista, en un instante, lo transforma! ¡Yo tengo una musa inspiradora, Coquita, una musa!
- ¡Ay! ¿Quién es? – interrogó Nacha, desde abajo del brazo izquierdo de Armando.
- ¡Mi musa inspiradora, simplemente! ¡Una especie de ángel de la guardia de mi talento creador! ¡La musa que viene en mi ayuda cuando yo la necesito!
- Una especie de bombera voluntaria... – arriesgó Coca.
- ¡Eso mismo, Coca! Una especie de bombera voluntaria...- aprobó Armando y ahí comenzaron las carcajadas. Ya estaban tentados.- Una especie de bombera voluntaria con la diferencia de que no se la puede llamar. Ella viene sola. ¿Me entendés?
- ¿No figura en “Llamadas de urgencia”? – preguntó Coca.
A ese punto de la divagación, se reían tanto que tuvieron que pararse antes de llegar a la esquina de Corrientes. Sólo Buchi insistía en seguir un tanto sonámbulo.
Un policía, las manos en los bolsillos del sobretodo, golpeteando con sus tacos sobre la vereda, desde la esquina en cruz, frente a la ochava del “Sibarita”, los miraba.


La noche siguiente, en la mesa del Dory, el único que faltaba era el Cacho quien, según el resto, “estaba en otra cosa”.
El clima de la mesa era confuso y preocupado porque Armando ni bien se hubo sentado confesó que no había tocado un solo papel, que no había escrito una sola línea. Nacha estaba desolada. El Negro fue un poco más duro.
- Armando – le dijo - ¿cuántos años tenés?
- 38 – dijo Armando, medio asombrado ante la pregunta.
- Bueno, ya no sos un pendejo. Me parece...
- Mirá la novedad – lo cortó Armando.
- ¡Qué simpático! – catalogó Nacha al Negro.
- No. Te digo en serio. Te digo en serio. – llamó a la reflexión éste antes que los comensales entrasen en las disgresiones habituales.- Ya no sos un pendejo. Esta oportunidad que se te da ahora no es una cosa como para desperdiciar. Que te dé bola, que te diga un tipo como Postiglione, que será chanta pero mueve la guita loca, que te va a montar una obra tuya...oíme...No es como para desperdiciar...
- Escuchame...- Armando no borraba la amplia sonrisa, algo endurecida, en su cara - ¿Y quién habla de desperdiciarla?
- Me decís que no tenés un carajo escrito, que tenés una idea pero no la has desarrollado, que...No sé...
- ¿Y a vos te parece que yo la voy a desperdiciar? – se inclinó hacia el Negro, Armando, por sobre la mesa. – A mí Postiglione podrá parecerme un chanta y un tipo que no sabe un carajo de teatro, pero eso no quita que sea un habilísimo productor y un tipo que hace cosas.
- Yo te digo, yo te digo – insistió el Negro en un tono de advertencia que sólo él se daba el lujo de esgrimir frente a Armando en el grupo, quizás usufructuando el derecho de sus 43 años recién cumplidos.- Porque si no aprovechás esta oportunidad, no sé cuándo podés tener otra igual. Acá podés pasar al frente. Y aparte del éxito, ojo que estos tipos se mueven a gran nivel ¿eh? Y hoy no te conoce nadie y mañana aparecés en todos los diarios si las cosas te van bien con él. Aparte del éxito podés agarrar la mosca loca. Ojo.
- ¿Y por qué te pensás que me llamó mi viejo? – volvió a inclinarse Armando hacia el Negro, incluso a punto de acercar peligrosamente el cuello de su pulover al guiso de mondongo.- Porque el viejo ya está hinchado las pelotas de pasarme guita.
La ruda aceptación del hecho por parte de Armando lo enalteció ante los ojos de los demás, que aprobaron con sus cabezas.
- Por eso te digo, por eso te digo – contemporizó el Negro, quizá arrepentido de haber llevado la conversación a plano tan íntimo.
- El viejo – remarcó Armando – ya está hinchado las pelotas de que su hijito dilecto no tenga guita para manejarse solo. Y yo también. Yo también estoy cansado de eso. ¿O te parece que a los 38 años me gusta tener que llamarlo cada tanto al campo para decirle: Viejo, mandame unos mangos que no me alcanza para la comida? A mí tampoco me gusta. Porque oíme, todo muy lindo, yo he sido siempre el geniecito, el Shirley Temple de la familia, que yo era un genio dibujando, una maravilla con la pintura, Manucho Mujica Láinez le decía al viejo que por qué yo no escribía, oíme, en poesía, también, escuchame...pero yo al viejo con eso no lo convenzo más...Yo no puedo hablarlo al viejo y decirle que se venga que hago una muestra en Krass de mis cosas cinéticas porque al Telmo vos le hablás de cinéticay es como si le hablaras de los agujeros negros, oíme...
Las risas aflojaron un poco la tensión.
- Yo sé lo que significa esto para mí – puntualizó Armando, ya para todos.
- Bueno. ¿Y por qué no te ponés a laburar? – El Negro había adoptado su papel de abogado del diablo.
- Mirá, la cuestión de la creación es muy particular – dijo Armando.- Es una cosa...como te diría...mágica. A mí me pasa así. Yo estoy caminando, andando por la calle, y de repente, tlac, me ilumino, es una luz, una cosa celestial...- Frunció la boca, frotó los dedos de sus manos unos contra otros.- No sé...es difícil de explicar. Siempre ha sido así para mí. Cuando dibujo, por ejemplo. Estoy vacío, hueco, sin motivación...y de pronto es como una luz, algo que me dice: tenés que hacer esto. Es así.
Coca aprobó con la cabeza.
- Sí. Me imagino que para el que no está en la creación...- dijo.
- Es difícil – la apoyó Nacha.- ¡Muy difícil!
- Yo digo que tengo una musa – prosiguió Armando.- Y es verdad. Tengo una musa. Que no me va a abandonar en un momento así. Estate tranquilo.
- Yo estoy tranquilo -. El Negro se señaló con el cuchillo.- Vos...
- ¡El vino, el vino! – Armando ya había pasado a otro tema. Había atrapado su vaso, bien abierto el codo de su brazo derecho - ¡El vino que alimenta mi inspiración natural, sangre vegetal que...- se puso de pie corriendo la silla con estruendo -...alimenta la bestia primigenia...-- ¡Qué loco! – Nacha controlaba la repercusión en los demás. Los demás se reían. Cuando Armando se sentó había iniciado ya una polémica sobre el último film de Fassbinder (lo había visto en Buenos Aires) que le había provocado una erección.
Pero lo que sucedió diez minutos después es algo difícil de explicar.
Incluso pasado el tiempo fue algo siempre muy complejo de razonar para los que compartían aquella mesa esa noche y los otros parroquianos del Dory.
Armando estaba prácticamente con el mentón apoyado sobre el centro de la mesa. Sólo separando su torax del mantel por el brazo derecho doblado bajo la tetilla, los ojos muy fijos en la cara de Manuel que estaba definiendo a Fassbinder como “un jeropa mental del carajo”.
Armando permaneció así, hipnotizado, y de repente tuvo como un estremecimiento, tan notorio que todos se dieron cuenta y cesaron la discusión.
- ¿Te pasa algo? – alcanzó a preguntarle Nacha. Fue cuando sucedió: un chorro de luz intensísimo pareció perforar el humedecido techo del Dory iluminando a Armando. Al mismo tiempo atronó el aire un coro celestial. Armando, lívido, en éxtasis, más que ponerse de pie pareció levitar como succionado por el mismo rayo ambarino. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos pero no reflejaban temor. Las voces angelicales del coral celeste aturdían y un viento arrachado despeinó el rubio cabello de Armando. De los bolsillos de su pantalón, de los bolsillos de su saco, aparecieron palomas que volaron por el interior del Dory, enloquecidas. Una suerte de microclima extraño se generaba dentro de ese cilindro dorado en el cual flotaba, casi a 50 centímetros del suelo, Armando. De pronto, así como se había producido, el encanto cesó. Se retiró la luz replegándose hacia lo alto, callaron las voces infantiles del coro y todo volvió a la rutinaria normalidad del Dory. El fenómeno no había durado más de un minuto, tanto que muchos, después, negaron que hubiese existido.
- ¡Un papel! – pidió a los gritos Armando apenas sintió sus pies nuevamente sobre el piso.- ¡Un papel!
- ¡La inspiración, la inspiración! – gritaba, demudada, la gorda Nacha.
- La Luz...la luz del genio...- susurraba Coca, inaudible.
La primera en reaccionar fue Nacha; de una de sus misteriosas carpetas arrancó una hoja y se la alcanzó a Armando que aún no se había sentado.
- ¿Qué te dijo? ¿Qué te dijo? – lo tomó de un brazo Manuel, de paso para comprobar si estaba sano. Armando recibió el papel que le alcanzaba Nacha, lo arrugó un poco y con él limpió uno de sus hombros, donde había sido alcanzado por un resto de postre Balcarce, volatilizado ante el viento divino. Armando se sentó.
- Era tu musa – le dijo Coca.
- Tu musa, Armando...¿Qué te dijo? – exigió Nacha.
- Ahora sí...un papel...una birome...- pidió Armando, todavía lento, como quien sale de un sueño profundo. Nacha volvió a manotear y casi destrozar una de sus carpetas. Con gestos violentos apartó vasos, platos y botellas.
- ¡Saquen todo, saquen todo! – gritó - ¡Tiene que escribir, tiene que escribir!
- ¿Qué te dijo la musa, Armando? – apuró Manuel. Armando tenía la birome frente al papel blanco con su mano derecha mientras los dedos de la izquierda oprimían y arrugaban su frente.
- ¿Qué te dijo, Armando? – insistió Coca.
- ¿Podés creer que me olvidé? – dijo Armando.


Al día siguiente, a eso de las siete, fueron llegando a “El Cairo” como todos los días. Nadie se atrevió a tocar el tema con Armando dado que éste llegó considerablemente más opaco que de costumbre, casi malhumorado y denotando un atisbo de preocupación. Incluso le pidió a Coca que se sentase al lado suyo, cosa de ocupar la silla que había quedado vacía ofreciendo el riesgo de que fuese ocupada por Nacha (aún no había llegado) y que ésta empezase con sus cargoseos y efusividades. El otro flanco de Armando ya estaba ocupado por Cacho, quien había aparecido con la rulienta y ahora los dos charlaban en su cosmos particular, en voz baja, muy seriamente. Sin embargo, fue el propio Armando el que sacó la conversación aprovechando que Manuel le preguntó, por formalidad, cómo andaba.
- Hoy me llamó – dijo Armando.
- ¿Quién? – preguntó Manuel.
- El Gerardo.
- ¡El Gerardito Postiglione! – pareció recuperar su humor Armando.- Mi productor..
- ¡Ahh!
- ¿Te llamó? – se asombra Coca.
- Sí, señor – afirmó Armando.- Ya somos como chanchos con el Gerardo.
- ¿Y? – preguntó Manuel.- ¿Cómo va la cosa?
Armando se encogió de hombros, despreocupado.
- Magnífico – calificó, despachándose en cuatro tragos la copa del vino blanco dulce que le habían servido momentos antes. En eso llegaba Nacha, acercó una silla, desparramó sus carpetas y el bolsón tejido enorme en otra más y tiró besos a todos con la punta de los dedos.
- Lo habló Postiglione – se apuró a informarla el Negro.
- ¿Te habó Postiglione? – no lo podía creer la gorda. Armando asintió con la cabeza.- ¿Para qué?
- Está desesperado el Gerardo – comunicó Armando, a todos – Me recordó la fecha en que tengo que entregarle la obra.
- Dentro de tres días – contabilizó Manuel, alertando.
- “Ningún problema, Gerardo” le dije yo – continuó Armando, sin acusar la acotación de Manuel.- “Ya está todo cocinado, mi querido”.
- “Gerardo”. Y él me dice “Armandito”. Íntimos. Íntimos somos con el Postiglione. Dos amantes a través del auricular.
- Ché – Buchi, que había permanecido callado leyendo “La Tribuna”, reclamó la atención de Armando.- ¿Y ya tenés lista la cosa?
Armando osciló su mano derecha, lentamente, frente a sus ojos.
- Está todo...acá...fluctuante...vago...- dramatizó . Los ojos de Nacha se llenaron de pavor.
Media hora después arrancaron en patota hacia la galería de Gilberto.
Pedro Omar Minervino exponía acuarelas y, aunque algunos no tenían la más remota idea de quién era Minervino y otros apenas si informaban que era un flaco que había solido frecuentar las sábanas de una ex-novia de Buchi, la perspectiva de encontrarse con gran parte de la fauna y tomarse unos vinos gratuitamente los encaminó sin dilaciones hacia la sala de arte.
Armando, posiblemente gracias a los efectos de un par de vinos blancos, había abandonado su rostro preocupado y se mostró más que jovial y comunicativo en la inauguración de las acuarelas de Minervino, a las cuales llegó a calificar como “emparentadas con la escuela holandesa, pero con la escuela diferencial holandesa”.
Salieron de allí una hora más tarde, al frío de la noche, rumbo a la cita obligada del Dory. El Negro y Cacho se habían ido hacia allí un poco antes, Coca y Manuel estaban a mitad de camino y como siempre la verborragia de Armando lo había hecho quedar último, sólo flanqueado por Nacha y Buchi que hasta último momento había insistido en levantarse una rubia interesante y algo bizca que luego resultó ser la novia de Minervino.
Fue llegando a la esquina de Santa Fe que ocurrió de nuevo: Armando quedó como clavado en el piso, cosa de la que se percataron Nacha y Buchi tres pasos más adelante, apurados como iban en procura de la calidez del boliche.
Se dieron vuelta pensando que a Armando se le había caído algo o había olvidado alguna cosa en lo de Gilberto. Pero no, Armando estaba quieto, mirando fijamente al frente, como aterido y de pronto el dorado rayo de luz lo atrapó levitándolo unos centímetros. Rompió el coral de ángeles a cantar y de nuevo el viento casi huracanado que se generaba dentro de ese baño de luz ambarina, despeinó el cabello del autor. Esta vez fueron pequeños pájaros de pecho rojo los que escaparon de bajo su saco de cuero y hasta pareció escucharse un rumor de mar entre las voces de los niños celestiales.
- ¡La musa, la musa! – alcanzó a decir, paralizada, Nacha. Cuando terminó de decirlo, el fenómeno había cesado. Corrieron hacia Armando quien ya estaba de nuevo apoyado con ambos pies sobre la vereda, alborotado el pelo, confuso, meneando la cabeza, tocándose los labios. La calle parecía más vacía, más silenciosa y más oscura que nunca tras la retirada del cilindro de luz.
Entre Nacha y Buchi, practicamente alzado por los codos, llevaron a Armando hasta el Dory.
- ¡Lo agarró, lo agarró de nuevo! – comunicó nacha a los gritos, a los demás, en tanto sentaban a Armando en una silla.
- ¡Armando, Armando...- lo tomó del brazo Manuel.- ¿Qué te dijo? ¿Qué te dijo?
Armando miraba fijamente una botella estacionada frente a él. Su mano derecha se abría y cerraba, nerviosa.
- ¿Qué te dijo? ¿Querés papel? – insistió Nacha. Armando recorrió los rostros anhelantes de todos, con lentitud.
- ¿Podés creer...- comenzó, con broma- ...podés creer que no le escuché nada?
- ¡¿Cómo?! – saltaron todos.
- ¿Y qué voy a escuchar – golpeó con su puño derecho sobre la mesa, Armando – con ese coro de mierda que te aturde? ¿Qué voy a escuchar?


Al otro día Armando no apareció ni por el Cairo primero, ni luego por el Dory lo que desató el espanto en Nacha. Desoyendo el paternal consejo del Negro quien le sugirió “no romper las pelotas” a Armando, la gorda amontonó sus carpetas y partió rumbo al departamento de éste.
Armando le contestó pero, cosa extraña, no le abrió la puerta mediante el portero eléctrico sino que él mismo bajó hasta la planta baja.
- ¿Estás trabajando? – preguntó Nacha.
- No. No. – respondió Armando, siempre sin soltar la puerta de calle, como dando a entender que estaba pronto a cerrarla.
- Pero – se agitó Nacha – Hoy...¿no trabajaste... en la obra?
Armando negó con la cabeza. Nacha hundió algunos de sus dedos en su fofo moflete derecho, consternada.
- ¿Y? – preguntó.- Tenés dos días, nada más.
- Dos días, así es – aceptó Armando.
- Y...¿qué vas a hacer?
- Mirá...yo sé que la inspiración no me va a abandonar, justamente ahora.
- Y...¿qué estabas haciendo? – apuró Nacha, algo incómoda en el frío de la calle.
- Estaba por comer.
- ¿Vas a comer solo? Te acompaño.
- No, gracias.
- Es feo comer solo.
- ¿Sabés qué pasa, Nacha? – Armando abandonó su tono frío y procuró ser convincente.- Pienso que a la inspiración hay que ayudarla. Hay que crear un clima especial. Una cierta predisposición de ánimo, un ámbito...un continente...
- ¿Y querés estar solo?
- Sí. Estoy seguro que en las otras veces que me asaltó la inspiración, el rapto...eh...creativo, yo no estaba predispuesto. Estaba distraído, en otra cosa. Y no se puede jugar así con una musa inspiradora. No se puede jugar así.
- Por supuesto. Por supuesto – corroboró nacha.- Me voy, entonces.
- Chau.
- Pero prometeme que si necesitás algo me llamás. Vamos a estar hasta tarde en el Dory y después seguro que vamos a ir a lo de Coca.
- ¿Al departamento nuevo?
- Sí. Dice que quedó regio.
- Bueno – se interesó Armando.- Más tarde, si ya me ha ocurrido algo, me voy para allá.
- Si no, mañana. Acordate que mañana a la noche la Coca inaugura oficialmente su bulín. No podés faltar.
- Voy a ir. Voy a ir. – cortó Armando. Nacha se fue.
Armando subió a su departamento y cerró con llave. Había terminado su frugal cena y llevó la escasa vajilla sucia a la cocina. Luego fue hasta el living, tomó buen cuidado en cerrar la puerta que daba a la cocina para evitar el paso de aomas grasos, y apagó la lámpara del techo, dejando sólo encendido el spot que iluminaba la mesa pequeña en un ángulo de la habitación y el sillón. Fue hasta el tocadiscos y puso el concierto en mi menor para violín de Mendelssohn. Después se dio una ducha prolongada con agua bien caliente. Se secó, se perfumó y se cubrió con una salida de baño de seda. Volvió al living
Llevando en sus manos una botella de whisky, un vaso y un baldecito con hielo. Los cigarrillos ya estaban sobre la mesita ratona. Puso todo al alcance de sus manos, elevó discretamente el volumen de la música y se recostó en el sillón. Estuvo así cerca de diez minutos, pensando. Luego se durmió.
Lo despertó una mano femenina, sacudiéndolo por el hombro.
Algo asustado, Armando se quedó un par de minutos contemplando a esa mujer ya no tan joven, algo desgreñada, con un inquietante parecido a la imagen de la República, pero más flaca.
- ¿Quién...-atinó a balbucear Armando en tanto se incorporaba, arreglándose un poco el cabello revuelto - quién sos?
La mujer, cumplido el hecho de despertarlo parecía haberse desentendido de él y hurgueteaba entre los discos diseminados sobre el Audinac.
El suelto vestido blanco que le llegaba hasta los tobillos y la melena larga y rubia que le caía desordenada y desaliñada sobre los hombros, además del no muy resplandeciente pero sí notorio halo ambarino que la recubría, le daban un aspecto etéreo que hubiera sido completo a no ser por el cigarrillo que apretaba entre sus dedos largos, amarillentos de nicotina.
- ¿Quién sos? – repitió Armando, adivinando la respuesta.
La mujer se sentó, cruzándose con soltura de piernas; miraba la cubierta de un long-play.
- Tu musa – respondió seca.
- ¿Y...cómo...?
- Oíme – cortó la musa, tirando a un lado el disco.- Creo que las preguntas las tengo que hacer yo.
Armando, dócil, volvió a sentarse.
- ¿Dónde estabas las dos veces que intenté tomar contacto con vos? – preguntó ella.
- Bueno,,,-vaciló Armando.- La primera vez estaba...
- En el Dory, ya sé. Y la segunda, por la calle.
- Sí – corroboró Armando – Creo que fue por eso que no...
- Dejalo así.- cortó la musa. Se puso de pie y se dirigió a contemplar unos cuadros que colgaban de una de las paredes.- ¿Cuándo tenés que presentar la obra?
- Pasado mañana.
- ¿Y tenés algo escrito?
- La verdad...
- No.
- No.- admitió Armando.
- Bueno, bueno...-la musa continuó su recorrido en torno a la mesa redonda observando los detalles del living, golpeando sobre la mesa con su encendedor.- te puedo ayudar.
La cara de Armando resplandeció. Era la primera frase cordial que escuchaba de su musa.
- Pienso que me vendría bien – reconoció.- ya estaba algo preocupado. Estoy medio atascado. Empantanado.
La musa volvió a sentarse en el sillón frente a Armando.
- Bueno – dijo – Yo te puedo ayudar. Puedo pasarte las cosas a máquina.
Armando la miró con fijeza.
- ¿Cómo “a máquina”? – se inquietó.
- Claro, vos me dictás y yo te voy pasando las cosas a máquina. Así hacés más rápido.
- ¡No! – se puso de pie Armando.- ¿Cómo “pasarte las cosas a máquina”, “pasarte las cosas a máquina”? Con pasarme las cosas a máquina no arreglamos nada. ¡Lo que yo necesito son ideas! ¡Para pasarme las cosas a máquina llamo a Manpower, las llevo a la Pitman, mirá qué joda!
- Yo escribo rápido.
- Pero...- se envalentonó Armando.- ¡Qué carajo me interesa que escribas rápido? ¿Sos una musa o una secretaria?
- Mirá – recuperó su tono duro la musa.- este no es el primer trabajo que hago. Fui durante mucho tiempo la inspiración de un músico francés que es uno de los que mejor anda en Europa. Fui ayudante de musa de Antonioni. Y estuve propuesta para musa de Woody Allen antes de venir acá... Así que...
Armando dio unos pasos nerviosos por la habitación.
- Lo que yo necesito son ideas. Ideas.- dijo, golpeándose la frente con la punta del dedo índice.
- Muy bien...muy bien...
- Si querés – propuso Armando – me tirás una idea y te vas. Después sigo yo solo, no tenés por qué quedarte.
- Bueno, cómo no – el tono de la musa era casi burlón.- Te agradezco, pero acostumbro a terminar mis trabajos. Los empiezo y los termino.
- Me parece bien.
La musa se levantó del sillón, fue hasta la mesa, corrió una silla y se sentó allí
- Traete papel, unos lápices, fibra mejor, la máquina de escribir...
- ¿Para qué?
- Para trabajar. ¿para qué te parece? Si tenés café, traé. Mucho, que...
- Pero oíme...- vaciló Armando.- Yo lo que necesito es una idea básica, una armazón, una columna vertebral...un...
- Y bueno...- lo miró la musa.
- Y bueno ¿qué?. Decímela. Decime la idea...
- Escuchame...- resopló la musa-...si yo la tuviera te la diría. Pero no la tengo. Por eso te digo que traigas las cosas, nos ponemos acá; y empezamos a trabajar.
Armando la miró largamente.
- ¿O cómo te creés que salen estas cosas? – siguió ella.- Nos sentamos acá, empezamos a charlar de qué puede tratar la pieza, anotamos cosas, tiramos ideas...
Armando se acercó y se sentó junto a ella.
- Por eso te digo que traigas mucho café – explicó la musa – Porque nos vamos a pasar toda la noche acá, mañana y hasta el momento en que entregués la obra no nos levantamos...
- Pero... ¡escuchame! – Armando se puso de pie nuevamente.- ¿Qué clase de inspiración sos...qué...?
- Hay formas de trabajo...- sonrió por primera vez ella – y formas de trabajo. Hay musas distintas, es cierto. Si no te gusta, me voy.
Armando volvió a mirarla, apretando los labios.
- No. Qué te vas a ir.- dijo. Y se sentó.- pero...oíme...yo mañana a la noche tengo una reunión en lo de una amiga y...
- Entonces olvidate...- la musa corrió hacia atrás su silla y se puso de pie -...Andá a lo de tu amiga, hacé tu vida y yo...
- No, pará, pará...- se asustó Armando – no es obligación...Mañana la llamo por teléfono y le digo, digo...
La musa se sentó nuevamente.
- Olvidate del teléfono – le advirtió.- Traé el papel, lo que te dije...
Armando fue hasta su pieza, sin embargo pudo escuchar que la musa decía a sus espaldas, como para sí: “A mí me dan cada trabajo”.
Armando volvió con una pila de papel oficio, varios lápices de fibra, gomas, reglas y otro montón de cosas innecesarias. Las puso sobre la mesa y se quedó mirando por un instante a la musa.
- ¿Qué pasa...- preguntó – qué pasa si no se nos ocurre nada?
- ¿Si no se nos ocurre nada? Copiamos algo. – sonrió ella, y él no supo si estaba bromeando.

La técnica del escritor en trece tesis. W. Benjamin

En la clase de hoy hemos analizado y escuchado las opiniones siempre enriquecedoras de Julio y de los integrantes del taller acerca de este trabajo de Walter Benjamin