viernes, 22 de junio de 2012

El hermano mayor

-Lo malo es que a la larga ya no se siente nada -dijo el más corpulento, el de más edad-. Peor que eso. Estás esperando que termine de una vez. -Suspiró entrecortadamente; tres inspiraciones breves y rápidas. -Hasta te fastidia -murmuró.
-Sí -dijo él-. Supongo que sí.
El hermano mayor estaba sentado y él de pie. No eran parecidos.
-Hasta te fastidia --repitió el mayor.
El más joven le puso vagamente una mano sobre el hombro; por un momento dio la impresión de que iba a tocarle la cara. Fue algo tan fugaz que no se podía saber si realmente había querido tocarle la cara. Se limitó a posar una mano sobre el hombro del otro y a apretar suavemente.
-Calmate - dijo-. Es así; las cosas siempre son así.
-Sacate de una vez ese sobretodo -dijo el hermano mayor-. No se sabe si acabás de llegar o estás por irte.
-Acabo de llegar -dijo él-. También estoy por irme. El último tren a Buenos Aires sale a la una.
-¿Cómo sabés que hay un tren a la una?
Él se quitó el sobretodo y lo puso sobre el escritorio. No se sentó.
-Siempre hubo un tren a la una, ¿no? Y, como vos decís, en este pueblo no cambia nada.
-Nunca hubo un tren a la una. A la una de la tarde, sí; pero no a la una de la madrugada. Yo te voy a decir qué hiciste. Averiguaste el horario en la estación. No habías terminado de bajar del tren y ya estabas preguntando a qué hora tenías otro para volverte.
-No discutamos. No discutamos hoy.
-No estamos discutiendo: te estoy mostrando cómo sos. Y voy a adivinar algo más. Hasta sacaste el pasaje. Seguramente ya sacaste el pasaje, para no arrepentirte.
-No saqué ningún pasaje. -El que estaba de pie hizo una pausa. -Además, pensaba quedarme esta noche.
-Pensabas.
-Quiero decir que no sé por qué dije que me iba a la una.
-Yo sí sé -dijo el mayor-. Porque averiguaste el horario y porque sos jodido. Los tres siempre fuimos así: jodidos. En eso sí que nos parecemos vos y yo.
De alguna parte de la casa llegaban rumores apagados de voces y la vaharada de las flores.
-Él no era jodido -dijo el que estaba de pie.
-Era un vicio jodido. No se quejó en ningún momento. La gente, cuando le duele algo, se queja. 0 grita. 0 pide alguna cosa.
-De qué murió.
La risa del hermano mayor sonó ahogada y ambigua. Una risa profunda que culminó en un falsete como un quejido.
-Ésa sí que es una buena pregunta. Dios mío, de qué murió. El padre estuvo agonizando un año entero y él viene, antes da una vuelta por la noche del pueblo, entra en la vieja casa y pregunta de qué murió.
-Me hubieran avisado con tiempo -dijo él.
El otro, desde abajo, lo miró.
Un reloj de pared dio la campanada de las once y media. Los dos se quedaron un momento a la expectativa, como si esperaran otra.
-Mejor salgamos -dijo finalmente el mayor-. Vámonos al patio, o a caminar por ahí. El olor de esas flores marea. La casa entera tiene olor a pantano, a flores corrompidas. -Hablaba sin ponerse de pie. -Cuando eras chico, te acordás, siempre querías que te llevara al café de la estación. Un gran lugar, la estación. Y así, de paso, no perdés tu tren. 0 mejor vamos hasta el río.
-Para eso hiciste que me sacara el sobretodo -dijo el más joven.
El mayor se levantó. Era ancho y más alto que el otro. Grave e imponente, tenía el aspecto que debe tener un hermano mayor. Sólo que de pronto daba la impresión de estar relleno de lana. Parecía haberse quedado pensando en algo.
-¿Cómo?
-Si para eso me hiciste sacar el sobretodo.
-Usted suénese los mocos y de hoy en adelante obedezca a su hermano, como dijo el viejo esa noche. ¿Cuánto hace que la casa no olía de este modo?
-Les acompaño el sentimiento --dijo de pronto una vieja, junto a ellos.
-Váyase a la mierda -murmuró suavemente el mayor-. Gracias -dijo.
-Hace treinta años -dijo el más joven-. Yo tenía seis y vos once. Ni vos ni papá lloraban.
-Vos sí llorabas. Vos llorabas de veras como un huérfano. Límpiese esos mocos y obedezca a su hermano. Siempre fuiste medio marica vos. -Se rio bruscamente, un cloqueo forzado y cavernoso. -Siempre había que andar pegándole a alguien por tu culpa. ¿Por qué no vino tu mujer? Ella lo quería a papá.
Habían salido de la casa y ahora caminaban por la vereda. Una calle arbolada de naranjos. Desde algún lugar de la noche llegaba la música remota de un baile.
-No estaba. Ella no estaba en casa cuando me llamaron.
-Las mujeres lo querían, qué cosa tan rara. Sobre todo las mujeres ajenas. ¿Por qué no tuvieron hijos ustedes? El viejo siempre quiso tener un nieto.
-Te hubieras casado vos --dijo él.
-No digas pavadas -dijo secamente el mayor.
El menor lo miró de reojo en la oscuridad.
-Pavadas, por qué.
-El viejo, en cambio... Le tocaba el culo a la enfermera. Ese culo no se hizo en un ratito, decía, y se doblaba en dos de la risa, tosiendo y escupiendo el alma. No se hizo en un ratito. Hasta que se quedaba quieto, resollando con los ojos en blanco... Ella ha de madrugar mucho, tu mujer; yo te hice llamar a la cinco de la mañana... Se murió de dolor, ya que te interesa tanto saberlo. Era como ver agonizar a un buey, como si lo carnearan vivo. Se le reventó el corazón, por no gritar. Cuando lo abrieron no tenía pulmones, ni hígado, pero murió de un ataque cardíaco. ¿Cómo se puede saber lo que le pasa a un hombre si no te dice qué le pasa? ¿Cómo puede saber un hijo qué le duele al padre, si el padre, mientras se muere, les toca el culo a las enfermeras y se ríe? Era un viejo muy jodido, te lo juro.
En dirección a ellos venían tres o cuatro personas; la luz de un zaguán iluminó un ramo de flores blancas.
Ellos cruzaron la calle y cambiaron de vereda.
-Pero vos tuviste una novia -dijo el menor.
-¿En qué te quedaste pensando? Tuve, sí. Él me la quitó. Papá. Los encontré una tarde, a la siesta, en la cama grande. Yo había ido a Rosario por un asunto del juzgado, y volví antes. Ahí estaban, en la cama de mamá. No te preocupes: no me vieron. Quería tanto un nieto que casi se lo hace él mismo. No debiste dejar a esa chica, me dijo después, era una buena chica. Hubiera sido una buena mujer, se parecía a tu madre. ¿Qué se hace con un padre así?
-No llores -dijo él.
-Al final te fastidia, carajo.
-Esta calle está igual, hasta la música parece la misma. Una vez me llevaste a un baile.
-Un año entero muriéndose, hasta que uno termina por rezar para que se muera realmente. Nunca supe si le dolía algo. No se puede hacer eso, un hijo no merece eso. Qué te voy a llevar a un baile, nunca bailé.
-Me llevaste, era verano, pediste una naranjada con ginebra. Para el nene, dijiste, una bolita.
-¿Una bolita? Había una bebida que se llamaba bolita. Pero eso era antes de que naciéramos. Mamá nos contaba. Vos ni debés saber por qué le decían bolita.
-No sólo lo sé: me acuerdo.
-Por qué, a ver.
-Por la tapa. En vez de tapa, tenía una bolita de vidrio.
-Pero si ni siquiera yo vi ninguna. No puedo haberte pedido una bolita.
-La pediste. Seguramente fue una broma. Yo te veía tomar la naranja con ginebra y me parecías un fenómeno. Noches de Budapest: te apuesto a que ese fox-trot que están tocando se llama Noches de Budapest.
-¿Y Vos?
-Yo qué.
-Qué tomaste, vos qué tomaste esa noche.
-No sé qué tomé. Pero me acuerdo perfectamente de la bolita de vidrio.
Siguieron caminando en silencio. La primera vez que estaban en silencio desde que se habían encontrado.
-Gracias -dijo de pronto el mayor-. Ya estoy bien. Ustedes, a veces, tienen esas cosas.
-Me separé -dijo él-. Por eso no se enteró lo de papá.
-Con quién la encontraste.
-Con nadie. Ella me encontró.
-Pero vos la querías. Cuando estuvieron acá se veía de lejos que la querías. Y ella te miraba como si fueras de oro.
-Hace diez años que estuvimos acá. Fuera de este pueblo, el tiempo pasa en serio.
-Pero vos la querías.
-Claro que la quería, todavía la quiero. Eso qué tiene que ver.
-Nada, me imagino. En esto también sos hijo del viejo. ¿Vos sabías que él la engañaba a mamá?
Estaban sentados en uno de esos bancos de plaza que hay al frente de ciertas casas de pueblo. El reloj del Cabildo dio la medianoche.
-Cómo que la engañaba a mamá. Cuándo la engañaba.
-Cuando podía, y podía siempre. Lo supe a los diez años. Fue como lo de la cama grande pero en la cama del finado tío Carlos.
-¿Con la tía Matilde?
-No. O a lo mejor también con la tía Matilde, pero sobre todo con una de las mellizas.
-¿Las hijas de tía? ¿Con las dos?
-Con una. De cualquier modo eran idénticas: una, un poco más rubia. No te asombre que alguna noche las confundiera. El viejo nunca fue muy detallista.
-Pero con cuál.
-Qué sé yo con cuál, qué importancia tiene con cuál. Por eso tuvieron que irse del pueblo.
-Y vos cómo lo supiste.
-Te acabo de decir que los vi. Yo tendría diez años y esa noche él me llamó al escritorio. En los grandes momentos nos trataba de usted, te acordás. Usted es muy chico para saber qué es el amor. Yo la quiero a su madre, y eso es una cosa; pero hay muchas mujeres en el mundo, y eso es otra cosa. Lo importante era no confundir a las mujeres, que son muchas, con el amor, que es uno solo. Y que si mamá llegaba a enterarse él me cortaba los huevos. No le veo la gracia.
-Que te los cortó. Perdoname que me ría, pero te los cortó. Seguí, no me hagas caso.
-Estás despertando a los que duermen. Si es que duermen. Estos bancos dan siempre a una ventana, detrás de la ventana siempre hay un solterón insomne o una vieja que teje en la oscuridad o un viejo marica que no sabe qué hacer de su vida. Ponen bancos para que los que andan de noche por la calle se sienten y hablen.
-Contame algo de mamá.
-Mamá era mamá No tenía historias.
Se pusieron de pie. Un pájaro sobresaltado o un murciélago chocó contra el farol de la esquina. La luz se apagó durante un instante pero volvió a encenderse de inmediato. El mayor se había tomado instintivamente del brazo del otro. O tal vez lo había tomado del brazo.
-Puedo quedarme, si querés.
El mayor se detuvo, sin soltarlo.
-Qué cosa rara estás pensando.
-Yo, nada. Pero es cierto, cuando venía en el tren pensé que yo también estoy un poco solo.
El hermano mayor lo soltó.
-Vos también. ¿Y quién es el otro? ¿O hablás en general, o estás hablando de la gente? Vos y yo no podemos vivir juntos.
-No dije quedarme a vivir.
-Ya sé lo que dijiste. Hablame del baile.
-Qué baile.
-El baile al que te llevé. El baile de la bolita.
-Ya te lo conté. Me acordé por la música.
El más joven se detuvo y giró la cabeza, desconcertado. Sólo se oía el paso del viento entre las ramas. La música ya no se oía.
-Cambió el viento -dijo el mayor.
-Qué raro oír eso. Oír que ha cambiado el viento. En las ciudades nadie dice una cosa así. Nadie se da cuenta cuando cambia el viento.
El que se detuvo ahora fue el hermano mayor. En la oscuridad del empedrado se oyeron, lentos, los cascos de un caballo.
-Estás de suerte. Aunque no quieras creerlo, eso que viene allá es un mateo. ¿Cuántos años hace que no ves un coche a caballo? Te invito. Quién te dice que no es el último mateo del mundo.
-No tenemos tiempo.
-Cómo que no. Tenemos casi media hora.
-Antes de irme, quiero verlo.
-No queda mucho para ver. Haceme caso. No hay que mirar a los muertos. Cuando se mira a un muerto, en realidad es la muerte la que nos mira. Mejor recordalo como al baile y a la botella de bolita. Vamos. Te llevo a la estación.

Abelardo Castillo

El intruso

Estaba muy cansada. Por suerte encontré un asiento y pude abrir el libro, pero permanecí despierta sólo el tiempo necesario para acomodar la cabeza. Soñé que un gato me había convertido en su esclava y desperté sobresaltada.
Cuando bajé del colectivo, caminé las dos cuadras con la sensación de que alguien me seguía. Al llegar a la puerta miré hacia atrás, pero la vereda estaba desierta. Cerré con llave y puse la traba.
Luego de ducharme preparé la cena. Desde la cocina oí ruidos en la sala y entonces recordé que no había cerrado la ventana. Saqué un cuchillo grande del cajón y me acerqué conteniendo la respiración. Espié con un ojo a través del marco de la puerta y vi el libro que había dejado al  borde de la mesa tirado en el suelo. El cuchillo me temblaba en la mano…

Sentado en un extremo del sillón, el gato restregaba la cabeza entre los almohadones. Parecía un niño jugando en el rincón favorito de su casa y yo una simple espectadora que lo observaba fascinada. Sus ojos, brillando en la penumbra,  se clavaron en los míos...
Guardé el cuchillo en el cajón y busqué un abrelatas. Le llevé el plato de atún  y me senté en el suelo para hacerle compañía.

Desde entonces apuro el paso de regreso. Sé que espera impaciente detrás de la puerta, y al entrar, sus ojos implacables me reprochan la tardanza. 

Raquel Mizrahi 

viernes, 8 de junio de 2012

El desafío

Me das risa, pobre gil ¿Dónde quedó el gran sabelotodo? Resultaste un papanata. Ya ni te reconozco. Indeciso como un mocoso que todavía no le soltó la pollera a la madre, ahora necesitás un empujoncito. Pero acá no hay tutía y te las tenés que arreglar solo. Los de la barra se borraron porque sintieron lástima, a tu edad…
Pero tenés que demostrar que todavía sos un hombre hecho y derecho, que no te van a temblar las piernas o se te quebrará la voz a la primera de cambio. Salí al frente con valentía, como supiste hacerlo más de una vez en otros tiempos…

Ma sí, termino de afeitarme y con la colonia ésta, seguro cae rendida a mis pies.

Raquel Mizrahi

lunes, 4 de junio de 2012


LA PLAZA
Bajo un centenario nogal, dos hippies casi tan añosos como el árbol, con sendas panzas cerveceras, trenzan pulseritas de colores. Al lado, una pila desprolija de musculosas y remeras estampadas con imágenes de artistas otrora famosos. Conjuntos y solistas que cada tanto desempolvan sus apolillados instrumentos y, en un emocionado “revival” se encuentran después de no haberse visto las caras por más de cuarenta años. Pero siempre hay un público que los sigue y no se conforma con evocarlos a través de un aparato generoso que ya sea, en imagen o sonido los remonta a sus épocas de oro.
El secreto de esa época radicaba en que todo era nuevo y revelador, sorprendiendo a los sentidos al tocar las fibras más íntimas de nuestra esencia. La revelación era parte esencial del crecimiento. ¡Todo era tan natural! Pasado el tiempo, al querer revivir con nostalgia (siempre se tienen veinte años en un rincón del corazón) se nota, no sin cierta desilusión, que nos empecinamos en ignorar que lo que en su momento fue miel para los oídos, suena con voz metálica, chirriona y más aguda de lo que la recordábamos. Tal es el entusiasmo por volver el tiempo atrás que creemos reconocer en esas cintas en blanco y negro (generalmente bajadas de You tube) pantalones Oxford a mil rayas naranjas, amarillas y verdes, camisas de solapa ancha bordadas color te y distintos tonos de violetas fundiéndose en espirales psicodélicos.
Ya no es el encanto de la verdad revelada en bandas sonoras, sino la ilusión de querer revivir en la nostalgia sensaciones únicas e irrepetibles. Pero, como Heráclito supo discernir “Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río”. No contentos con eso, esperamos verlos otra vez “en  concierto”, como si esas caras apergaminadas, manos callosas, melenas pajizas y voces cascadas, que hace décadas olvidaron su repertorio en el desván, nos pudieran transportar a la fuente de la eterna juventud.
Pero volviendo a la escena de la plaza y haciendo un paneo con la mirada, se pueden descubrir otras escenas tan curiosas como la anterior. Una hermana latinoamericana con su guagüita convenientemente dormida a toda hora del día, ofrece un escaparate donde los corpiños alternan con cabezas de ajo y bolsitas de orégano. Demostrándonos con su sabiduría ancestral que el erotismo y la gastronomía son dos armas poderosas a la hora de la seducción, siendo una dupla indisoluble e indispensable.
Como en la plaza cada quien atiende su juego, a los inspectores de tránsito les importa un rábano cuando un grupo de motoqueros se detiene a exhibir sus tuneadas y cromadas máquinas sobre el césped, y toman cerveza directamente del pico de la botella, empinando sus poderosos codos, mientras enseñan   desnudos y tatuados bíceps y demás músculos del brazo. Los agentes del orden están cual aves rapaces al acecho y Walkie Tallckie en mano, prestos a acarrear vehículos mal estacionados, por más que el infractor cruce corriendo del kiosco de enfrente haciendo señas como el penado catorce y diciendo “ya me voy, ya me voy”. A esta altura lo único que le queda es treparse de un salto  mientras la grúa pone el  vehículo en dos ruedas y gritar “¡Esto es un secuestro!”.
Mamás y papás con niñitos de jardín, a juzgar por sus pintorcitos a cuadrillé, abriéndose paso entre un grupo de adolescentes con mochilas que disimuladamente comparten un porro.
Señoras pitucas tomadas “de bracete”, a quienes el humo de la marihuana se les cuela por el batido, pero ajenas a todo lo que las rodea, convencidas de que están viviendo tiempo de descuento. Ellas, al contrario que los rockeros, no necesitan revivir el pasado en el que, por supuesto, todo era mejor, ya que lo tienen petrificado en sus peinados con spray  y sus blusas de yabot tiesos por el almidón.
Por suerte en la plaza también hay parejas de enamorados, sentadas a horcajadas en los bancos, tomados de las manos y comiéndose con las miradas. Entre susurros y mohines se besan, se acarician, se vuelven a besar. Besos en presente, besos de aquí y ahora. Besos de no me importa quién sos ni a dónde vas, en todo caso te acompaño y vamos juntos.
Mientras existan estos besos de enamorados solo por hoy, en la plaza y en la vida siempre habrá un mañana.
Margarita Rodríguez

miércoles, 23 de mayo de 2012

Tiempo quieto


El tiempo no se mueve. Parece que las agujas del reloj se hubieran detenido. Quisiera levantarme para ver si dejaron de funcionar,  pero debo calmar esta ansiedad  y seguir esperando, con  tantos cables y tubos que  me recorren el cuerpo…

-¡Buendía mamá!
 ¡Buendía!
-¿Sabés quién soy? ¡Mirta, tu hija!, ¿me reconocés?
  Sí, si...No tenés que gritar tanto. Siempre la misma, ni acá se corrige.
  Me va a dejar sorda, lo único que falta para completar el cartón.

-Carlos, vas a pensar que estoy loca, ya sé, pero recién  le vi  una luz en el fondo de los ojos, como si comprendiera.
-Dejala tranquila, los médicos ya te dijeron…
-Ellos sabrán mucho, pero yo la conozco más, te juro que me retaba con la mirada. Esperame otro poco, necesito volver a entrar.
-¡Mirta!

Uf, ahí vuelve ¿Será posible?…Si ya intenté  todo, no sé para qué insiste.
Pero siempre fue tozuda, como el padre, que en paz descanse.
-Mamá, mirame, quiero contarte una cosa: ¿Te acordás de la vez que perdiste esa cadena de plata y moviste cielo y tierra para encontrarla? Bueno, te la robé yo y la escondí en el fondo de mi cajita de música, debajo de la tela. No querías prestármela por temor a que la perdiera, como pasó con el reloj, así que  la usaba a escondidas.
Perdoname, tenías razón.
Pobrecita, tan inocente. Vaya a saber dónde la metí para que no me la volviera a sacar. Pero seguro la va a encontrar cuando revuelva entre mis cosas. 

-¿Y, qué viste ahora? ¿Te volvió a retar?
- No, ahora sus ojos me sonrieron.

Raquel Mizrahi

viernes, 18 de mayo de 2012

Miedo

Miedo de ver una patrulla policial detenerse frente a la casa.
Miedo de quedarme dormido durante la noche.
Miedo de no poder dormir.
Miedo de que el pasado regrese.
Miedo de que el presente tome vuelo.
Miedo del teléfono que suena en el silencio de la noche muerta.
Miedo a las tormentas eléctricas.
Miedo de la mujer de servicio que tiene una cicatriz en la mejilla.
Miedo a los perros aunque me digan que no muerden.
¡Miedo a la ansiedad!
Miedo a tener que identificar el cuerpo de un amigo muerto.
Miedo de quedarme sin dinero.
Miedo de tener mucho, aunque sea difícil de creer.
Miedo a los perfiles psicológicos.
Miedo a llegar tarde y de llegar antes que cualquiera.
Miedo a ver la escritura de mis hijos en la cubierta de un sobre.
Miedo a verlos morir antes que yo, y me sienta culpable.
Miedo a tener que vivir con mi madre durante su vejez, y la mía.
Miedo a la confusión.
Miedo a que este día termine con una nota triste.
Miedo a despertarme y ver que te has ido.
Miedo a no amar y miedo a no amar demasiado.
Miedo a que lo que ame sea letal para aquellos que amo.
Miedo a la muerte.
Miedo a vivir demasiado tiempo.
Miedo a la muerte.
Ya dije eso.
Raymond Carver

lunes, 14 de mayo de 2012

Abelardo Castillo: Mis vecinos golpean

Mis vecinos golpean Abelardo Castillo Mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que acaso me aman, no saben por qué, a veces, me sobresalto sin motivo aparente e interrumpo de pronto una frase ingeniosa o la narración de una historia y giro los ojos hacia los rincones, como quien escu­cha. Ellos ignoran que se trata de los ruidos, ciertos ruidos (como de alguien que golpea, como de alguien que llama con golpes sor­dos), cuyo origen está al otro lado de las paredes de mi cuarto. A veces, el sonido cesa de inmediato, y entonces no es más que un alerta, o una súplica velada quizá, que puede confundirse con cualquiera de los sonidos que se oyen en las casas muy antiguas. Yo suspiro aliviado y, después de un momento, reanudo la conversa­ción, puedo bromear o hablar con inteligencia, hasta con calma, esa especie de calma que son capaces de aparentar las personas excesi­vamente nerviosas, aunque sepan que ahí, del otro lado, están los que en cualquier momento pueden volver a llamar. Pero otras veces los golpes se repiten con insistencia, y me veo obligado a levantar el tono de la voz, o a reír con fuerza, o a gritar como un loco. Mis amigos, que ignoran por completo lo que ocurre en la gran casa vecina, aseguran entonces que debo cuidar mis nervios y optan por no llevarme la contraria; lo hacen con buena intención, lo sé, pero esto da lugar a situaciones aún más terribles, pues, en mi afán de hacer que no oigan el tumulto, comienzo a vociferar por cualquier motivo, insensatamente, hasta que ellos menean la cabeza con un gesto que significa: ya es demasiado tarde. Y me dejan solo. No recuerdo con exactitud cuándo empecé a oír los golpes: sin embargo, tengo razones para creer que el llamado se repitió du­rante mucho tiempo antes de que yo llegara a advertirlo. Mi madre, estoy seguro, también los oía; más de una vez, siendo niño, la he visto mirar furtivamente a su alrededor, o con el oído atento, pe­gado a la pared. Por aquel entonces yo no podía relacionar sus actitudes con ellos, pero, de algún modo, siempre intuí que el mis­terioso edificio (el blanco y enorme edificio rodeado de jardines hondos y circundado por un alto paredón) contra cuya medianera está levantada nuestra propia casa ocultaba algún grave secreto. Recuerdo que una medianoche mi madre se despertó dando un gri­to. Tenía los ojos muy abiertos y se me antojaba imposible que nadie en el mundo pudiese abrir de tal manera los ojos. Torcía la boca con un gesto extraño, un gesto que, en cierto modo, se parecía a una sonrisa pero era mucho más amplio que una sonrisa vulgar: se extendía a ambos lados de la cara como las muecas de esas máscaras que yo había visto en carnaval. Sonriendo y mirándome así, me dijo, como quien cuenta un secreto: –¿Has oído? –No, madre –respondí, y la contemplaba extasiado, pues nunca había visto un gesto tan extraordinario y divertido como este que ahora tenía su cara. –Son ellos –murmuró, moviendo rápidamente los ojos hacia todas partes, como si temiera que alguien que no fuese yo pudiera escuchar nuestra conversación–. Ellos quieren que vaya. Nos reímos mucho aquella noche, y yo me dormí luego, apaciblemente entre sus brazos. A la mañana, mi madre no recor­daba nada o no quería hacer notar que recordaba, y a partir de en­tonces se volvió cada día más reconcentrada y empezó a adelgazar. Usaba, lo recuerdo, un largo camisón blanco que la hacía parecer mu­cho más alta de lo que en realidad era, y se deslizaba, lentamente, junto a las paredes. Estoy seguro, sí, de que ella sabía quiénes viven del otro lado, y hasta es probable que también lo supieran mis pa­rientes que –muy de tarde en tarde y, a medida que pasaba el tiempo, cada día con menos frecuencia– solían visitarnos; pues, en más de una ocasión, los he oído reconvenir a mi madre: –Pero, Catalina, mujer, no tenías otro sitio donde insta­larte que al lado de un... Y callaban o bajaban el tono. Aunque, alguna vez, yo creí entender la palabra que ellos no se atrevían a pronunciar en voz alta. Luego agregaban que aquel sitio no era el más indicado para ella, ni siquiera para el niño, para mí, tan delicados, e indudablemente se referían a nuestro temperamento y al de toda mi familia, excitable y tan extraño. Un día por fin se la llevaron. Ella no parecía del todo con­forme pues gesticulaba y, según me parece ahora, hasta gritó. Pero yo era muy pequeño entonces y evoco confusamente aquellos años, tanto, que no podría asegurar que fueran nuestros familiares quie­nes la arrastraban aquel día hacia la calle. De cualquier modo, mi primera comunicación directa con ellos, los que viven del otro lado, se remonta a una época muy posterior a mi infancia. Algo, alguna cosa triste u horrible, debió de haberme pasa­do aquella noche porque al llegar a mi casa y encerrarme en mi cuarto, apoyé la cabeza contra la pared. Al hacerlo, sentí un ruido atroz, un crujido, como si en realidad en vez de arrimarme a la pa­red me hubiera arrojado contra ella. Y, ahora que lo pienso, eso fue lo que ocurrió, porque un momento después yo estaba tendido en el piso y me dolía espantosamente el cráneo. Entonces, oí un sonido análogo –o mejor: idéntico– al que había hecho mi cabeza un segundo antes. No sé si debo contar lo que pasó de inmediato. Sin embar­go, no es demasiado increíble: a todo el mundo le ha sucedido que oyendo un golpe a través del tabique de su habitación sienta la incontrolable necesidad de responder; no debe asombrar entonces que del otro lado llegara una especie de respuesta, y que, acto segui­do, yo mismo repitiera el experimento. Aquella noche me divertí bastante. Creo que reía a carcajadas y daba toda clase de alaridos al imaginar, pared por medio, a un hombre acostado en el suelo dando topetazos contra el zócalo. Como digo, éste fue el origen de mi comunicación con los habitantes de la casa vecina (escribo "los habitantes" porque con el tiempo he advertido claramente que del otro lado hay, con toda seguridad, más de una persona, y hasta sospecho que se turnan para golpear), casa que mis parientes nunca mencionaron en voz alta, porque no se atrevían, pero que mi prima Laura nombró claramente una tarde, cuando, señalándome con su dedo malvado, dijo: –Este vive al lado de un matrimonio. Sólo que ella dijo otra cosa, una palabra que en mis oídos de niño sonaba como matrimonio y que alcanzó a pronunciar un segundo antes de que alguien le tapara la boca con la mano. Por eso mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que tal vez me aman realmente, ignoran el motivo de mis repenti­nos sobresaltos cuando ellos, los que viven pared por medio, me advierten que no se han olvidado de mí. A veces, como he dicho, es un llamado sordo, rápido –una especie de tanteo o de insinuación velada–, que cesa de inmediato y que puede no volver a repetirse en horas, o en días, o aun en se­manas. Pero en otras ocasiones, en los últimos tiempos sobre todo, se transforma en un tumulto imperioso, violento, que surge desde el zócalo a unos treinta centímetros del suelo –lo que no deja lugar a dudas acerca de la posición en que golpean, ya que no ignoro el instrumento que utilizan para tentarme– y siento que debo con­testar, que es inhumano no hacerlo pues entre los que llaman puede haber algún ser querido, pero no quiero oírlos y hablo en voz alta, y río a todo pulmón, y vocifero de tal modo que mis buenos ami­gos menean la cabeza con un gesto triste y acaban por dejarme solo, sin comprender que no debieran dejarme solo, aquí, en mi cuarto fronterizo al gran edificio blanco, la gran casona blanca de ellos, oculta entre jardines hondos y custodiada por una alta pare