Un taller que funciona en una Biblioteca Pública con gente sensible.
jueves, 7 de abril de 2011
Walter Benjamin: Calle de Mano Unica
domingo, 3 de abril de 2011
De noche
Parado en la orilla, un hombre mira hacia el cielo. Observa el movimiento de las nubes, asombrado por la rapidez con que se desplazan ocultando la luna, su única fuente de luz en aquellas horas. El calor y los mosquitos lo fastidian, pero no puede irse de allí porque debe pensar los pasos a seguir. Oye ladrar unos perros a lo lejos y siente miedo.
Desde hace un mes, deambula por distintos lugares de la ciudad, y esta vez la noche lo sorprende junto al río. Busca un lugar donde sentarse, pero sólo encuentra la tierra y el pasto mojados por el rocío. Se saca la campera, la coloca en el sitio que le parece más seco, y se pregunta para qué tantas precauciones, tantos cuidados inútiles si en realidad su vida ya le interesa muy poco. Es el natural deseo de conservación, se contesta, mientras sus labios dibujan una sonrisa.
Hacía tiempo ya que no reía, aunque siempre lo caracterizó el buen humor y una inclinación por las bromas con la que llegó a molestar. Más de una vez debió pedir disculpas, lamentando que no entendieran sus gracias.
Pero se fue convirtiendo, poco a poco, en un hombre serio.
Cuando le diagnosticaron el tumor, ya avanzado, rechazó desde un principio la posibilidad de someterse a las terapias que le propusieron. Nunca se consideró un hombre valiente, pero había tomado la decisión de quitarse la vida.
Descartadas las otras formas, allí sentado, llegó a la conclusión de que lo mejor era el río, emulando a la escritora que se internó en el mar. Imaginó un monumento en el sitio donde estaba y la risa volvió a sus labios ¿sería merecedor de tal homenaje?
Sacó una pastilla del bolsillo y se la llevó a la boca, era preciso estar relajado…
Comenzó a sentir el cuerpo flojo y entregado al sueño que lo invadía poco a poco, obligándolo a cerrar los ojos a pesar de su resistencia. Se fue recostando en el suelo hasta ceder completamente.
Soñó que era de noche y dormía plácidamente a orillas de un río.
Raquel Mizrahi
sábado, 2 de abril de 2011
Comenzó el taller
miércoles, 23 de marzo de 2011
martes, 22 de marzo de 2011
PINCELADAS
Lito pasaba siempre en bicicleta por la puerta de mi casa.
Después de ayudar a mi mamá a lavar los platos me sentaba en la vereda a esperar a Mabel y Leti que venían a estudiar o, simplemente me quedaba ojeando alguna revista a la sombra del paraíso.
Cierto día se acercó Carmen con el delantal de cocina todavía atado a la cintura y me preguntó: lo viste al Lito? Se fue para allá, le señalé con la mano. Se quedó con los brazos en jarra mirando la calle desierta. “Cuando lo agarre a éste!”, dijo y se fue mascullando no se que cosa.
Por la vereda de enfrente venían caminando las chicas, cuando se acercaron las saludé y entramos. Me gustaba estar a esa hora en casa porque mi hermano, que iba al industrial, martes y jueves tenía educación física y los otros días taller; mi mamá, después de ordenar la cocina, se acostaba a dormir la siesta, entonces tenía toda la casa para mi.
Primero pasamos por la cocina, preparé tres vasos de jugo de naranja y un plato con galletitas. Luego fuimos a mi cuarto, copiamos las letras de algunas canciones, escuchamos Abbey Road y ensayamos algunos pasitos de moda antes de meternos de lleno a contestar las treinta preguntas del cuestionario de historia y calcar los mapas de geografía para la clase especial que teníamos que dar el viernes siguiente.
Al atardecer salimos. Yo iba a acompañar a las chicas hasta la esquina como de costumbre, cuando veo a Carmen con tres o cuatro personas más, entre ellas mi madre. Cuando me ve, se apresura a venir a mi encuentro y me dice: “vamos para adentro”. “Pero las chicas se tienen que ir- le digo- las acompaño hasta la esquina”. “Bueno, pero rapidito” fue su respuesta. Obedecí sin chistar. Me despedí de mis amigas y entré; algo raro había en el ambiente.
Luego mamá me explicó que la madre de Lito estaba preocupada porque encontró una nota en su cama que decía: “No me esperen, no voy a volver, los quiero mucho.” Aunque pensaba que era un berrinche por una discusión que habían tenido.
A los pocos días estábamos cenando cuando mamá le dijo a papá, dando algunos rodeos y eligiendo bien las palabras que Carmen estaba destruida.
Resultó ser que mientras ella creía que su hijo iba a la casa de un amigo para preparar el ingreso a Medicina, él se escapaba con una noviecita que tenía, y que, entre escapada y escapada, la chica quedó embarazada.
Ahora es chofer de una empresa de colectivos y tienen cuatro hijos. De vez en cuando viajo con él cuando voy al Clínicas a hacer las guardias.
MARGARITA RODRÍGUEZ
domingo, 20 de marzo de 2011
La mesa vacía
El bar estaba lleno, pero por suerte encontró vacía la mesa del rincón, mejor imposible; necesitaba jugar con la pequeña ventaja de verla entrar y que no fuera ella la primera en desilusionarse, porque las mujeres disimulaban mejor el paso del tiempo.
Hacía días que ensayaba gestos y palabras que pudieran reparar aquel viejo error. Sin embargo, ahora, las manos se le empezaban a humedecer y lo traicionaban. Miró el reloj, todavía estaba a tiempo. Pagó rápido la cuenta sabiéndose un cobarde.
En la peluquería había tardado más de lo que pensaba, pero la imagen que le devolvió el espejo del taxi le decía que valió la pena.
Había demasiada gente y se detuvo al traspasar la puerta, pendiente de encontrar una mano que la saludara. Lamentaba no haberse puesto los anteojos y se sintió una tonta, aunque la realidad no necesitaba cristales. A punto de salir cambió de idea. Buscó la mesa vacía del rincón y pidió un café. Mientras lo revolvía pensó en la canción del catalán: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.
Raquel Mizrahi
lunes, 7 de marzo de 2011
Cuento de horror
-Thaddeus, voy a matarte.
-Bromeas, Euphemia -se rió el infeliz.
-¿Cuándo he bromeado yo?
-Nunca, es verdad.
-¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?
-¿Y cómo me matarás? -siguió riendo Thaddeus Smithson.
-Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.
El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito. Enfermó del corazón, del sisema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció. Euphemia Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina.